Category Archives: Y a ti, ¿quién te saca la foto?

En esta sección, hago historias con fotos que me inspiran.

Lo que deja la lluvia

 

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Tras el anuncio de truenos, llega la tormenta. La lluvia cae a la antigua, haciendo un sonido que se ha vuelto nostalgia durante los años de sequía. A veces, un rayo de luz logra pasar la maciza barrera de nubes y la inercia de la tempestad se lo traga de golpe, imponiendo su poder. Cuando se dispersa, una calma cubre la ciudad. El atardecer proyecta su luz roja en las pozas de agua, como si fueran pantallas amplificadoras. Hace pocos minutos el cielo era caos, granizo y truenos. Ahora vuelve a ser nubes sobre acuarelas. Hasta las calles agujereadas florecen con la dignidad de los sobrevivientes y dejan de ser simples asfaltos maltratados. 

Parece una buena metáfora para las pruebas de la vida, que usualmente duran todo un invierno o más. Esos momentos en que es imposible ver el sol porque se tiene los ojos nublados. Pero el tiempo pasa y todo pasa. Incluso la cuarentena eterna. El sonido de las gotas que todavía sueltan los desagües me puso a pensar en ese futuro: el día en que podamos abrir bien los ojos y mirar sin velos lo que dejó la lluvia.

Frecuencias resonantes

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Hilos luminosos se transmiten desde A hasta B. 
Es una conversación sin sonido. 
Cuando A y B se miran, hay una tensión eléctrica que surca el aire entre ellos. 
Sus vidas son rayos que nacieron fuera de la tormenta, dentro de un tubo de ensayos. 
Puede que A y B sean opuestos que se atraen. De eso, hay evidencia. 
A y B se comunican sin tener que hablar. Son, a todas luces, frecuencias resonantes. 
Para A es natural vibrar con B y lo hacen en forma recíproca. 
Su intensidad, aunque no se escucha, es palpable. Si te acercas, se erizan los pelos.
El baile de luces que se genera entre A y B es un espectáculo.
A y B fueron hechos para probar que la energía se puede transmitir sin necesidad de cables.
 A y B parecen dos pero son uno que se transforma.
Son conectores en una bobina que se replica por amor a Tesla.

Gigantes

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Foto @edogaldames

 

En un bosque de algún lugar en el fin del mundo, el sol está a punto de esconderse. Un fotógrafo camina por un sendero rodeado de árboles muy altos. Esos gigantes intentan impedir la toma limpia del atardecer que su cámara persigue. Camina más rápido para buscar un claro, pero nota que el esfuerzo es inútil. Se rinde ante los gigantes que, a través de sus ramas, filtran los colores más dramáticos del atardecer: un arcoíris naranjo, amarillo, violáceo. La luz se cuela entre las formidables siluetas, imprimiendo su frecuencia sobre la piel del hombre de la cámara, que sigue su instinto. Con los ojos cerrados, sin necesidad de buscar el encuadre, presiona el obturador y congela el tiempo. El ocaso enmudece. Abre los ojos y la oscuridad ha sometido a los colosos, arrodillados ante la llegada de la noche.

Otros héroes anónimos

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Quién iba a pensar que el oficio de repartidor se transformaría en uno de los más riesgosos y requeridos en estos meses aciagos. Cuando salgo a la calle, solo veo decenas de personas con sus grandes cubos en la espalda, muchos de ellos jóvenes, sobre su bicicleta o moto, yendo a la entrega del peligro. Parece que se multiplicaran, siempre con prisa, a veces incautos, llevando en sus espaldas esas bombas de potenciales virus. 

Supe de un tipo que no ha salido de su casa en los últimos dos meses y se contagió. El principal sospechoso fue el delivery, quien hizo la entrega o los dos o tres que manipularon el paquete antes llegar a destino. Pero si no nos podemos mover, necesitamos hacer que ciertas cosas vengan a nosotros. Por eso, este servicio es tan necesario en tiempos de pandemia.

Es el cumpleaños de mi madre así que busqué en mi teléfono la aplicación y apretando la opción “envío”, hice que mi virus viajara, envuelto en papel de regalo y adornado con una cinta roja, en la espada de uno de estos héroes sin capa. Todavía no sé si este regalo será el más caro de la historia, por las consecuencias que podría tener el arrojo de enviar la enfermedad oculta en buenas intenciones desde un lugar a otro. 

Voy a pensar que valió la pena sacarle una sonrisa a mi madre. Estoy segura que estos mensajeros, que se arriesgan a llevar ese gesto de casa en casa, se merecen un “¡GRACIAS!”, junto con la propina. Espero que cuando estén agotados o perdidos, con la mochila a un lado, mirando caer la noche, recuerden que llevaron alegría a alguien que lo necesitaba y que estos buenos pensamientos los protejan, porque el mundo no lo hará.

HOMENAJE A UN KOLOR DISTINTO

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Le gustaba esperar la hora dorada, esa de luz perfecta en que el atardecer hacía gala en el horizonte de la bahía. Entonces, se perdía por las calles de Valparaíso, siguiendo la línea de los cerros, desde el oriente por la Avenida Alemania. Al llegar a la zona de la ex-Cárcel recordó a un amigo que vivía cerca y, como solía hacer en estos paseos, llamó para ver si coincidían. Kurt abrió la puerta y lo llevó hasta una terraza que habían acondicionado con sus vecinos en lo que antes era un basural. Ahí lo golpeó la luz. “Se llama Equinoccio de Primavera”, dijo Kurt. Mientras la neblina se iba acumulando en lo bajo, este graffiti pintado sobre un edificio de 15 pisos emergía como un testigo del atardecer semi nublado, lo que hacía ver aún más exaltada la voluptuosidad de la bahía, con las primeras luces de sus casas encendidas. A Edu le parecía que los artistas le habían regalado un atardecer a los que miraban desde el poniente, con esos personajes que hablaban de la naturaleza y de cómo el sol y la luna se sucedían en un juego de luces y sombra que alimentaba a la tierra. Con su vista sobre la neblina densa y bajita, Edu se sintió, de pronto, iluminado.

Revolucionaria

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Foto por @EdoGaldames

 

¿Qué hace una descreída pensando en el amor? Dicen que el amor es un acto revolucionario. Esta noche haré la revolución, a ver si algún día puedo hacer el amor. Uso un polerón con capucha negro, pantalones del mismo color, como guardando un luto que hace juego con la noche. Las manos en los bolsillos, la derecha empuña un objeto pesado y frío que a las pocas cuadras de caminar ya se funde con la temperatura de mi cuerpo. 

 

Llevamos cincuenta días en toque de queda, para frenar al enemigo implacable e invisible que no respeta a nada ni a nadie. Los militares vigilan la ciudad. En el teléfono reviso los puntos de control. Debo moverme como un gato. Si escucho el motor de un auto me pego a una muralla, esperando que el buzo negro me haga desaparecer, me escondo tras un arbusto o doblo en la siguiente esquina. Elijo las calles más pequeñas y voy “conejeando” hasta llegar al barrio que llaman Vaticano Chico porque todos sus pasajes tienen nombre de arzobispos, presbíteros, obispos, cardenales y monseñores. Aparezco junto a la iglesia de los Santos Ángeles Custodios donde alguna vez fui a un matrimonio, miro el ex palacio Droguett, con su cúpula de cristal; respiro profundo, antes de cruzar corriendo la Avenida Providencia. Junto al café literario están acampando unos indigentes y parecen estar a sus anchas. Paso a su lado y nos miramos. Apreto el candado que tengo en mi mano. Subo las escaleras, la noche está despejada, se alcanza a adivinar la cordillera a lo lejos, el hilo de agua del Mapocho resplandece. Ahora que lo pienso, esto para mí es un acto de venganza. Ayer sacaron todos los candados del puente, por seguridad. Lo habían hecho antes y sé que es una costumbre cursi, importada de los puentes sobre el Sena, pero me duele que tiren a la basura esas cintas de tantos colores como tonos tiene el amor. Cada una de ellas representaba una ilusión, un sentimiento que se puede eliminar en un abrir y cerrar de ojos. Giro el mecanismo y cierro el pacto: prometo amarme siempre, con locura y sobre todas las cosas.

Nota: esta historia es fruto del taller literario que construimos con Karen Seaman y Alejandra Rojas. La inspiración fue una fotografía tomada por Eduardo Galdames.