Category Archives: pequeños grandes traumas

Colección pequeños y grandes traumas: La mala educación

El problema de la educación ha estado presente durante tantos años en Chile que mi generación ni siquiera se lo cuestionó. Estábamos más en la línea del “es lo que hay”. Tuvimos que esperar que llegara internet y las redes sociales para que los pingüinos se organizaran y se dieran cuenta que vivimos en un país donde las oportunidades están más lejos de algunos que de otros.

Después de pasar por la escuela flaite del barrio, me cambiaron al Santa María de La Florida, un colegio subvencionado que dejaba bastante que desear. El lugar era grande, con tres cursos por nivel. Entré al tercero A y por esos tiempos los MB empezaron a transformarse en notas de 1 a 7. De vez en cuando, nos teníamos que cambiar del pabellón de madera donde estaba nuestra sala porque solían tirar bombas a la iglesia que colindaba con el edificio, que no recuerdo bien si eran testigos de Jehová o algo menos inocuo (capaz que era otra cosa y nunca nos dijeron la verdad. Así eran los 80).

El profesor jefe nos agarraba pal weveo frente a todo el curso, era su hobbie. A mi me prometía en pololeo con Alonso José Domingo Venegas Flores (que se formaba al principio de la fila porque era tan chico como yo. Si, teníamos que formarnos y cantar la canción nacional con cara de seriedad los días lunes). La tortura para él era llamarlo por todos sus nombres siempre entonándolo como canción, tanto los pronunció el profesor que me los aprendí. Era colorín, era bajito, muy tímido y tenía pecas, todos lo llamábamos el Halley porque se obsesionó con la pasada del cometa y se aprendió todo sobre él. Menos mal que lo sacaron del colegio ese mismo año. Después, me encontré con Alonso en París, estaba estudiando, era escritor, poeta, actor, ingeniero, busquilla, patiperro y un montón de cosas más, también nos habíamos visto cuando él estudiaba en los Salesianos y hacíamos correspondencia entre mi curso del Liceo Laura Vicuña y ellos (nada de mails ni internet) y él me mandó una carta escrita con sangre, era un poema provocador, pero el atentado me hizo gracia ya que estaba bien escrito, notable para un joven de 14 años y justo al dedo para alguien que estaba descubriendo su vocación literaria. Nunca nos gustamos ni un poquito, a pesar del empeño del profesor.

Olvidé el nombre del tipo, pero le vamos a poner José. José se dedicaba todo el día a avergonzar a todos con un humor demasiado irónico para nuestra pequeña edad. Un día estábamos en sala de clases en un ramo que se trataba de nada, Apoyo Pedagógico. Era invierno porque había caído la noche. Me aguanté toda la clase las ganas de mear, para no tener que pedir permiso al profesor y ser objeto de sus bromas y las risas de los demás (si, en Chile pedimos permiso al profesor para hacer algo tan básico como ir al baño. Recuerden, educación prusiana, todos callados, escuchando al profe, etc).

Cuando no aguanté más, hablé y estaba en tan mala situación que no recuerdo si me hizo alguna broma. Corrí con todas mis fuerzas, pero no lo logré. Tuve que volver a clases más avergonzada que con las bromas que nos propinaba el profesor. Menos mal que era la última hora de clase. Este recuerdo, que no conté a nadie, me atormentó por varios años y eso que ni sé si mis compañeros se habrán dado cuenta.

En el mismo colegio, cuando íbamos en sexto básico, nos cambiaron 3 veces al profesor de matemáticas en 1 año. A uno lo echaron por fresco y asqueroso, le gustaba mirar las piernas a las niñas y tenía como costumbre no ducharse jamás, al segundo lo echaron por “colita” y al tercero no lo recuerdo. Ese año tuve promedio 6,9 y no sé como porque no recuerdo haber rendido más de una prueba ni que alguien nos hubiera enseñado algo.

Teníamos la asignatura de “religión” al final del día jueves y con mi mejor amiga Francisca nos escapábamos diciendo que estábamos eximidas. Sólo teníamos que flanquear a la horrible inspectora Patty, teñida de rubia y maquillada al estilo Patty Maldonado. Cuando mis hermanos menores fueron a ese colegio, ocho años después, todavía existía la misma caduca inspectora y la educación seguía siendo menos que reguleque. Tuve suerte de haber salido de ese lugar ese mismo 1989 justo cuando nos aprestábamos a volver a la Democracia. Fui a parar a lo más cercano a una escuela militar: un convento.

Colección pequeños y grandes traumas: la tía Marisol

“¿Eres un niño preguntón?” Titulaba el anuncio de un concurso infantil en la revista Paula. Llamó mi atención en seguida. Sí fui una niña muy preguntona. La etapa de los por qué me duró toda la vida. Lo mismo me valió varios porrazos. El primero de ellos fue en la escuelita básica, la queridísima y falsamente afrancesada Le Monde, cuando tenía casi cinco años.

Me habían movido a primero básico, con la esperanza de que me dejara de joder, que el kinder era fome y me aburría todo el día. La tía de kinder trató de sobornarme, prometiéndome la candidatura a reina de ese año. Cohecho contra un menor. Ya era demasiado tarde, me cambiaba a primero y ninguna señora podría comprarme con una idea tan barata.

Era la más pequeña del primero básico. Cuando llegaban los inspectores del Ministerio de Educación, debía visitar a mis ex-compañeros y volver a cantar con ellos como si nunca me hubiera ido. Mis compañeritos del primero me protegían y todo marchó bien. Mis notas eran puros MB, muy bueno, nada de S (suficiente) o Súper Malo (eso no existía era Insuficiente no más), así que me quedé.

La profesora jefe era de lo más extraño. Todos los días nos preguntaba ¿quién es la tía más bonita? A lo que debíamos responder en coro: la tía Marisol. Pasaba peinándose y mirándose al espejo. Igual tenía un aire a Blanca Nieves (¿o a la bruja?) y espero que le hayan dado una manzana con aftas (si, hubo epidemia de fiebre aftosa, pero eso es otro capítulo).

Un día que amanecí más preguntona de lo habitual, la saqué de sus casillas y me castigó en el patio, parada bajo el sol. Y al parecer no era raro que ella impusiera esa penitencia a los niños del curso, que no superaban los 7 años. Después de todo, no fue tan grave, el sol no estaba nada mal y no me volvieron a castigar, porque probablemente  no volví a preguntarle ni su nombre a la joven narcisa.

Colección pequeños y grandes traumas: el casette

A estas alturas se preguntarán si pasó algo feliz en mi infancia. Y si, pasaron muchos días buenos, pero ahora está más entretenido buscar con mi memoria selectiva esos momentos negros que dejaron alguna huella en mi corazoncito de niña.

El mayor bullying infantil, me lo hizo mi propia familia. Dentro de casa, era famosa por mis exabruptos o rabietas, gritos varios, reclamos por todo lo que consideraba una injusticia. Cada vez que preguntaba por qué no podía ir a tal lado o quedarme en casa de alguna compañera la respuesta era “porque no”, a lo que no había más que alegar. Con la educación prusiana y cómo eran las cosas antes para los niños, esto era lo más común. Ninguna opción para negociar.

Desde que nací fui rabiosa, durante mis primeros meses lloraba sin motivo aparente, razón por la cual los vecinos me apodaron la llorona. Aunque nunca fui la malcriada que hacía una rabieta en la calle porque no le compraban algo, si sentía todo el tiempo que nadie comprendía mis intenciones. Esta falta de empatía me llevó a pelear en exceso con mis padres y ganarme más cachetadas de las que hubiera querido, por insolente, por hincha pelotas, repetitiva, tratar de sacarlos por cansancio.

En una ocasión, quería dormir temprano. Tenía que levantarme a las 6:30 para ir a un colegio que odiaba, pero mi abuela, con quien compartía pieza, quería seguir leyendo uno de sus eternos mamotretos (del tipo “el pájaro canta hasta morir”, “lo que el viento se llevó” o la biblia, que guardaba bajo la almohada, no sé cómo dormía), por lo que tenía la ampolleta prendida. Como no pensaba apagarla, comencé a gritar como un lamento “apaga la luz… apaga la luz… apaga la luz” por unos 20 minutos. Al rato, vinieron mi madre y mi hermana y me pusieron un casette que habían grabado con mis lamentos durante todo ese tiempo.

No sé qué me molestó más, que me grabaran o que no consideraran para nada que necesitaba dormir sin luz.

Colección pequeños y grandes traumas: no tiene personalidad

No encontré el original, pero esta campaña antibullying me recuerda la otra.

Se acuerdan de un comercial del Sename en que aparecía un niño y una voz en off decía: es negao pa los deportes, desaparecían las piernas, no tiene dedos pal piano, y le borraban las manos; no tiene cabeza para las matemáticas y le borraban la cabeza; no tiene personalidad… se desvanecía completo.

Bueno un poco de eso va el trauma número dos. Cuando tenía nueve años, asistí a un taller de guitarra en el colegio, nunca tuve buen oído, pero me gustaba. Como no aprendí a afinar la guitarra, cada vez que ensayaba en mi casa, recibía gritos y reclamos de todos los habitantes (en ese momento padres, hermana mayor, abuela y 2 hermanos menores, y todavía faltaba 1 por hacer) por los desentonados sonidos que arrancaba de las cuerdas. Ante el gran apoyo familiar, terminé claudicando en el intento. Lo último que aprendí fue RunRún se fue pal norte, de Violeta Parra.

Lo mismo pasó cuando intenté ser Cheer Leader, como era la reemplazante del grupo, mi madre insistía en que estaba puro perdiendo mi tiempo. Cuando desistí, justo echaron a dos del equipo del colegio, por su embarazo no planificado (las monjas les sugerían que se fueran para no dar mal ejemplo). Aunque la razón era triste, pude haber entrado al equipo. En fin, tampoco era tan buena. Pero me pregunto ¿cuándo dejé de tener gracia? después de todo, desde antes de los 3 años participé en cuanto acto escolar se me presentaba.

También fue una lucha que me dieran permiso para participar en los talleres de cuento del concurso “Tu vida cuenta, cuenta tu vida” (93), para los que había quedado seleccionada, entre miles de participantes. En resumen, este pequeño gran trauma tiene que ver con mi idea de que mi temprana genialidad pudo haber sido mejor aprovechada. Después de todo, en mi escuela básica pensaron que era superdotada. Faltó estimular la lectura y quizás por eso soy una muy lenta y frágil lectora. Bueno, es una percepción muy subjetiva… Tal vez nunca es demasiado tarde.

Colección Pequeños Grandes Traumas: la muñeca de papel

Con mi hermana, confeccionamos cada una una muñeca de papel blanco, dibujada con lápiz mina. Les colgábamos diferentes trajes que venían en una caja de detergente y jugábamos todo el día con ellas. No sé por qué esa muñeca me entretenía mucho más que las otras verdaderas y no es que haya tenido tantas tampoco. Aunque no recuerdo su nombre, en pocos días la muñeca se había transformado en mi pequeña mejor amiga.
 
Era verano y pronto salimos de vacaciones. Fuimos a Los Vilos y realizamos la tradicional peregrinación a La Lobera, una de las primeras caminatas de mi vida, en la que cruzábamos un árido terreno, siguiendo la línea del tren hasta llegar a unos roqueríos poblados por lobos marinos. También formamos una banda de rock que se llamaba Soda Rayo, con guitarras de madera y papel, nuestro primer single era una imitación de “Telarañas”, de Soda Stéreo. Buenos recuerdos con las primas y el mar.
 
Cuando llegamos a Santiago, la muñeca había desaparecido. Mamá había considerado que era basura y la había tirado. Lloré. Madre no entendía por qué, si era muy fácil construir otra muñeca. Nuevamente me sentí incomprendida. 
 
Parece que los regresos de vacaciones nunca fueron placenteros. Otra vez el joven cuidador de la casa dejó escapar a mi mascota Mimi, una tortuga de tierra pequeñita. ¡A quién se le puede escapar una tortuga!, nos repetíamos, aunque ya era muy tarde. Ninguna mascota sobrevivió nuestra infancia, pasaron por ahí pollos que se morían de pena o se lo comían los gatos, pero nunca tuvimos perro ni gato que nos maullara. Igual éramos muchos para andar sumando alimañas.
 
Continuará…

Caí

Imagen

Era un día extraño, me costó levantarme mucho más de lo habitual. Desayuné un pan con dulce de alcayota y nueces que había hecho Samuel. Salí tarde en mi bicicleta shuper, muy de faldita y sin casco. Al llegar a la oficina, mis energías habían vuelto, y me dediqué a hablar de Valparaíso y su maravillas con los guías. Durante el almuerzo, inspirada por una bandeja de comida chatarra, comencé a sacar chatarra de mi niñez y hablar sobre el desastre que habían sido mis padres. Siempre fui muy crítica con ellos, siempre he sentido que me ven como un bicho raro; aunque se nota que me quieren igual. (!Próximamente!, lea la sección pequeños grandes traumas…)

Por la tarde tuve que tragarme todas mis rencorosas palabras. Y es que se me ocurrieron puras malas ideas ese día. Pasé a comprar unas cosas para la junta que teníamos en la tarde con unos amigos. Y ahí me quede pensando en toda esa rabia contenida por los traumas y cómo debía agradecer porque esas cosas no hicieron lo que soy ahora, o lo que quiero ser, una persona sin mucha estructura, un personaje adaptable, que se construye sin pensar límites.

Por la tarde, salí rauda en mi bicicleta con las compras colgadas del manubrio.¡Error! No alcance avanzar una cuadra, cuando la bolsa se atrapó en la rueda y salir disparada. Me apoyé con las manos. El golpe fue fuerte. Quedé atrapada con mis botas largas en el pedal. Unos transeúntes se apuraron para ayudarme a salir. Estaba bien pero dolorida, casi no podía mover la mano -la derecha por supuesto, mi lado izquierdo siempre ha sido el más fuerte- y el codo izquierdo muy hinchado. Apareció el vendedor de La Segunda, y me dijo que podía llamar a un paramédico que da vueltas por ahí, pero el que llegó fue el de Seguridad Ciudadana, que llevó la cleta, después arribó el supuesto paramédico, me puso una venda en el codo y me indicó que fuera un doctor. Como si ya no lo supiera.

Volví al edificio y abandoné la bicicleta con el conserje. Entré a la oficina, se me cayeron unas lágrimas de pura pena porque samu estaba en la selva y quería que me rescatara, y también un poco por el dolor. Karen -una compañera- me acompañó a la mutual y parte de la eterna espera de cuatro horas para ser atendida. Hice lo que cualquier mujer adulta, en sus 30 haría. Llamé a mi mamá y acudió presurosa a acompañarme, en ese momento se me olvida que cuando era chica fue protagonista de mis traumas o al menos uno de los actores. Pensé que me había quebrado el dedo, pero al final salí con un doloroso esguince de muñeca y la hermosa experiencia de ser un trabajador chileno con accidente de trayecto atendido raudamente por nuestro seguro de salud.

Primero, piden tus datos y ordenan tu atención según gravedad. Segundo, piden más datos y vuelves a esperar el llamado. Una vez en los box, una hilera de estudiantes en práctica toma tus signos vitales, hasta que aparece el doctor, ordena rayos, te llevan a la espera rayos, esperas, te toman los rayos, te vuelves al box 19. Te examina, tira el dedo gordo y aauuuch. Me río. El doctor pregunta qué es para la risa y nada la verdad, pero me pareció curioso el batallón de lesionados y policontusos que desfilaba en el lugar. Me pregunté si al hombre le gustaba su trabajo. Cuando me explicó que tal vez me quebré un hueso llamado escafoides, que tenía forma de naranja confitada y que era muy peculiar porque se irrigaba al revés; tuve mi respuesta.

Como dicen en South Park: chicos, hoy aprendimos una lección. Aunque no me olvido los traumas, si puedo sanarlos. Al final, mi madre siempre está apoyándome. La quiero y sé que hizo todo lo que pudo con lo que tenía.

Se preguntarán como escribí tanto con la mano derecha lesionada. Instalé el Dragon NaturallySpeaking, que bajé por utorrent y a esta lengua, no la para nadie. ¡Baje ya!

Coloreando con los lápices amarrados

Y termino trabajando para un pequeño dictador, como si la educación prusiana me penara. Por lo menos hay pega y tiene partes buenas. La cosa es que el guaripola de la shit está como Musolini, pero más milico y menos italiano. Ahora empezamos a marcar horario, pero igual me hago la bakán porque tengo artículo 22, aunque parece que ni tanto me sirve. Pongo mi huella digital y aparece mi foto con una cara así -> 😛

Los que quieran armar un sindicato se van por “necesidades de la empresa” y no les interesa ser un great place to work, ni que sean todos felices, si no que trabajen no más los cristianos, si pa’ eso les pago.  Aunque no nos tratan de vender la pomada, no puedo dejar de estar en completo desacuerdo con estas prácticas un poco heredadas del inquilinaje.

Con este ambiente militar (los hombres tienen prohibido dejarse barba o bigote), me acordé de una de las torturas estilo CNI a las que nos sometían nuestros padres en la época de la educación prusiana y casi gratuita. Uno de mis traumas de ñoñezzzz era que amarraban mis doce lápices de colores para que dejara de perderlos la cabra de miéchica, que no sabe que la plata es para parar la olla y no para comprar útiles escolares una y otra vez.  Capaz que por eso nunca aprendí a pintar bien (ver vergonzosa ilustración de mi autoría del inicio). Y es que tenía que sostener los 11 lápices sobre mi muñeca, mientras trataba de colorear parejito.

Al final en este régimen casi dictatorial hay que hacer lo mismo que en el colegio, no llamar la atención. Así que trato de pasar piola, pero uta que cuesta porque al final parece que nací para andar extraviando lápices, mover las cosas de lado y dejarlas olvidadas, recuperarlas si se logra, si no a lo nuevo.

Hay cosas que quedan, ni tanto es lo que cambia, es más bien el desastre interior que se hace más patente y se refina.