La Mckay y la vida en el convento

12 Nov

ImagenAl terminar 1990 ya estaba completamente adaptada al convento. No es que fuera a postular a monja, si no que estudiaba en el colegio que además albergaba a las salesianas. Me dediqué a las actividades extraprogramáticas. Hice gimnasia rítmica y por casualidad llegué a la biblioteca, donde la sureña profesora de castellano que la manejaba me convenció de sumarme a su taller literario. No me acuerdo cómo fue que descubrimos la veta, pero ahí estaba la facilidad para entender y disfrutar la prosa, la poesía o los cuentos. La Charito me introdujo en el mundo de Julio Cortázar y después de leer “La continuidad de lo parques”, no pude parar. Aunque debo admitir que nunca terminé de leer su intelectual “Rayuela”.

Empecé a escribir el 92 y descubrí que me agradaba. Escribí cosas que me soplaba el viento y que luego me decían estaban calcadas de no sé qué otra historia que nunca leí. Mientras en clases nos hacían leer libros aburridos y tediosos, en el taller leía lo que fuera, pero mucho más entretenido, además me hice adicta a la Zona de Contacto, razón por la que fui expulsada de la clase de Física en más de una ocasión.

Con mi amiga Carolina fundamos la primera revista clandestina del colegio y quien sabe si habrá sido la única. Se llamaba la McKay, por el slogan de las galletas “más ricas no hay” que algunos estudiantes picados a gringos habían usado también para bautizar alguna incierta pandilla, muy lejos del cuicón colegio MacKay que no tenía nada que ver con todo esto.

El arte estaba a cargo de Eli Coppo, las letras a cargo de Caro y yo. Poníamos letras de canciones, había una chu-editorial (por lo chula/flaite), una explicación de noticias como la revolución zapatista, una página de chistes y una página de pelambres del colegio. Ahora la leo y me parece bien escrita. Era un pasquín fotocopiado, que repartíamos por todos los cursos, lo que nos hizo algo “populares”. Con las jugosas ganancias, nos alcanzaba para comprar un completo que nos comíamos en 5 minutos y quedábamos felices.

Creo que fue una de las pocas cosas buenas que hice en el convento. Como todas las cosas buenas, tenía que acabarse. Intentamos hacerla oficial y eso la mató. Nos autocensuramos, caímos y traicionamos el espíritu de nuestra McKay, que nunca volvió a producirse.

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