Tras el anuncio de truenos, llega la tormenta. La lluvia cae a la antigua, haciendo un sonido que se ha vuelto nostalgia durante los años de sequía. A veces, un rayo de luz logra pasar la maciza barrera de nubes y la inercia de la tempestad se lo traga de golpe, imponiendo su poder. Cuando se dispersa, una calma cubre la ciudad. El atardecer proyecta su luz roja en las pozas de agua, como si fueran pantallas amplificadoras. Hace pocos minutos el cielo era caos, granizo y truenos. Ahora vuelve a ser nubes sobre acuarelas. Hasta las calles agujereadas florecen con la dignidad de los sobrevivientes y dejan de ser simples asfaltos maltratados.
Parece una buena metáfora para las pruebas de la vida, que usualmente duran todo un invierno o más. Esos momentos en que es imposible ver el sol porque se tiene los ojos nublados. Pero el tiempo pasa y todo pasa. Incluso la cuarentena eterna. El sonido de las gotas que todavía sueltan los desagües me puso a pensar en ese futuro: el día en que podamos abrir bien los ojos y mirar sin velos lo que dejó la lluvia.