Nada más bajar del tren fue un estallido de felicidad. Marco, chileno cosmopolita que residía en Ourense, fue a recibirme a la estación. Junto a él estaba Flavia, otra amiga chilena llegada de Canadá que viajaba por esas fechas. Dejamos el equipaje en el departamento, incluyendo una botella de pisco y unas negritas que llevé de regalo y nos fuimos a dar una vuelta por esa pequeña ciudad gallega. Dejamos atrás la zona residencial y pisamos una calle de adoquines hasta vislumbrar la fascinante catedral del siglo XII que está en medio de la ciudad vieja. Comimos pulpo a las brasas y brindamos por nuestros viajes personales y colectivos.
Al regresar de los brindis, nos hicimos fotos en el ascensor y planificamos nuestros próximos días, incluyendo las horas en que todos debíamos trabajar, por lo que montamos una especie de co-work en la pieza donde Marco tenía su escritorio. Programamos nuestras videollamadas para no molestarnos y nos divertimos con la locura de estar trabajando a distancia.
Para Marco trabajar para clientes al otro lado del Pacífico no es novedad. Lleva un par de años colaborando con una agencia audiovisual de Canadá, donde vivió más de una década. Su sueño era vivir en Europa y llegó a Galicia por la cercanía con sus parientes y porque Berlín se había vuelto algo hostil para los freelancers luego de las primeras olas de Covid, especialmente si no tenías un seguro médico estatal.
Ourense es la una de las ciudades españolas con la edad media más alta de toda España (49,2 años) y una de las más longevas, además de tener uno de los ingresos promedio más altos. Es una ciudad tranquila con rentas más que razonables, donde no es necesario sacarse la lotería para encontrar un buen apartamento. Además, es famosa por sus aguas termales y un puente romano que data del siglo I. Por supuesto, uno de los primero planes fue ir a recorrer el milenario puente, así como quemarnos las manos con el agua de Las Burgas. También pasamos una mañana en las termas cercanas, donde la policía de las chanclas nos persiguió y obligó a pagar unos euros para arrendar sandalias, en vez de transitar descalzos por las piscinas.
Algunos días cocinamos en casa y trabajamos hasta pasada la medianoche para coincidir con los horarios de Canadá y Chile. De alguna forma, nos guardamos el cansancio y lo encerramos a punta de risas y paseos, evitando las horas de mayor calor en el “horno de Galicia”. Comenzar el viaje sintiéndome como en casa fue un excelente augurio de lo que estaba por venir.