Antes del atardecer en Petra

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Petra Kitten

Estoy escribiendo historias de hace dos años, mientras miro el nogal cargado y las castañas caer en el jardín en mi pequeña casa en la precordillera. Estoy atrapada por el calor tardío de marzo, añorando los días de exploración. ¡Qué nostalgia! Vi la película ”Dune” y reconocí el desierto donde la filmaron. Recuerdo el día que llegué a Wadi Rum y caminé un par de kilómetros siguiendo unas rocas isla, sola, sin saber que ahí mismo se filmaron las escenas del planeta Arrakis. Era espeluznante como ese silencio se comía toda sensación, generando una extraña angustia, como si la arena pudiera tragarme, si seguía caminando temía perder el camino de regreso que toas las rocas y la arena se me hicieran lo mismo. Lo único humano en todo el trayecto eran unos campamentos que se distinguían muy a lo lejos, parecidos a aquel donde dormiría esa noche.

Wadi Rum es un parque nacional con una particular operación turística, que se puede apreciar por apenas un dólar la noche. La trampa es que para moverte en el parque o hacer cualquier actividad debes pagar extra. El transporte, la comida y los tours -como un ridículo paseo a camello donde casi no me alejé del punto de partida o ese otro que incluía sandboarding, visitar un arco de piedra especial y terminar viendo el atardecer en las rocas-, se venden por separado. Ahí está el truco. Algunos campamentos venden las excursiones incluidas o tienen mejores instalaciones. El mío era lo regular. Una estructura metálica cubierta por telas con una cama. ¿Calefacción? Olvídalo, estamos acampando. La cena fue algo ligero, nada muy sofisticado, con harta sazón, pepinos, tomates, arroz, tal vez pollo. Todo junto a un fuego, donde terminamos tomando té. Por la noche, uno de los locales nos llevó en su camioneta hasta un lugar en medio del oscuro desierto donde llegaba la señal de wi-fi, para que algunos reservaran sus boletos de bus. Le mandé un mensaje a Simón, que estaba a pocos kilómetros en alguno de esos tantos campamentos.

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Wadi Rum, Jordania

Nos conocimos en Petra. Él estaba siguiendo el mismo circuito que yo. Pasamos por las ruinas de una antigua iglesia bizantina, de la que aún quedaban restos de mosaicos en el piso, luego nos movimos a otras ruinas superiores. Era un poco ridículo caminar por media hora juntos, sin conocernos, así que lo saludé. Tuvimos la típica charla de viajeros.

  • Where are you from?
  • Originally from Portugal, living in California.
  • What are you doing here?
  • That’s a long story
  • I have time…

El tipo era alto y muy delgado, maratonista, se había obsesionado por hacer una carrera a través del desierto, pero la logística no era tan fácil como él imaginaba. 

Volvimos a la calle principal de Petra, antes del anfiteatro, y se encontró con tres veinteañeras rubias de pelo liso un tanto bulliciosas. Les dije hola y me despedí de mi nuevo amigo, sin haberle preguntado el nombre. Seguí mi recorrido hasta un templo que queda subiendo un paredón de rocas hermoso. De regreso paré a tomar jugo de granada y me intrigué con el mirador del tesoro, a pesar de que el sol estaba por esconderse en el horizonte.

Subí rápido siguiendo unas señales en la roca. Llegué al famoso mirador, ya no había influencers tomándose selfies, solo un gato bebé, al que acaricié y me quedé embobada mirando el Tesoro desde arriba, todo para mí. Hasta que escuché unos pasos. 

  • Hey! It’s you again.
  • Justo a tiempo para tomarme una foto, le respondí en español.

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Hablamos un poco de la vida. Se llamaba Simón. Tenía cuatro hermanos, como yo. El día anterior se había quedado en Petra hasta al anochecer y sabía que podríamos salir sin problemas. Cuando la oscuridad empezó a llegar hasta el mirador, bajamos. A mitad de las escaleras de roca me contó que bailaba forró. Cuando le pregunté qué era eso, sacó su iphone, buscó en spotify y me invitó a bailar ese sensual ritmo, mientras las primeras estrellas cubrían el cielo púrpura del desierto. ¿Qué hacía una cuarentona bailando apretado con un modelo de casi dos metros entre las ruinas de una civilización perdida? Reí de mi torpeza siguiendo su ritmo y seguimos riendo de cualquier cosa, alumbrando nuestros pasos en la oscuridad de un cañadón de piedras hasta alcanzar la salida. 

 

Fuimos a cenar con unos amigos que se había hecho en el hostal y luego me llevó hasta el hotel en su auto arrendado. Nos abrazamos. Sonreí. Bajé del auto con ganas de que el viento trajera de vuelta ese calorcito de su corazón contra el mío bailando en el desierto.

 

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El cowork de Ourense

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Nada más bajar del tren fue un estallido de felicidad. Marco, chileno cosmopolita que residía en Ourense, fue a recibirme a la estación. Junto a él estaba Flavia, otra amiga chilena llegada de Canadá que viajaba por esas fechas. Dejamos el equipaje en el departamento, incluyendo una botella de pisco y unas negritas que llevé de regalo y nos fuimos a dar una vuelta por esa pequeña ciudad gallega. Dejamos atrás la zona residencial y pisamos una calle de adoquines hasta vislumbrar la fascinante catedral del siglo XII que está en medio de la ciudad vieja. Comimos pulpo a las brasas y brindamos por nuestros viajes personales y colectivos.

Al regresar de los brindis, nos hicimos fotos en el ascensor y planificamos nuestros próximos días, incluyendo las horas en que todos debíamos trabajar, por lo que montamos una especie de co-work en la pieza donde Marco tenía su escritorio. Programamos nuestras videollamadas para no molestarnos y nos divertimos con la locura de estar trabajando a distancia.

Para Marco trabajar para clientes al otro lado del Pacífico no es novedad. Lleva un par de años colaborando con una agencia audiovisual de Canadá, donde vivió más de una década. Su sueño era vivir en Europa y llegó a Galicia por la cercanía con sus parientes y porque Berlín se había vuelto algo hostil para los freelancers luego de las primeras olas de Covid, especialmente si no tenías un seguro médico estatal. 

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Ourense es la una de las ciudades españolas con la edad media más alta de toda España (49,2 años) y una de las más longevas, además de tener uno de los ingresos promedio más altos. Es una ciudad tranquila con rentas más que razonables, donde no es necesario sacarse la lotería para encontrar un buen apartamento. Además, es famosa por sus aguas termales y un puente romano que data del siglo I. Por supuesto, uno de los primero planes fue ir a recorrer el milenario puente, así como quemarnos las manos con el agua de Las Burgas. También pasamos una mañana en las termas cercanas, donde la policía de las chanclas nos persiguió y obligó a pagar unos euros para arrendar sandalias, en vez de transitar descalzos por las piscinas.

Algunos días cocinamos en casa y trabajamos hasta pasada la medianoche para coincidir con los horarios de Canadá y Chile. De alguna forma, nos guardamos el cansancio y lo encerramos a punta de risas y paseos, evitando las horas de mayor calor en el “horno de Galicia”. Comenzar el viaje sintiéndome como en casa fue un excelente augurio de lo que estaba por venir.

 

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Cambio de escenario

 

Agosto, 2021. Tomar la decisión de irme de viaje fue difícil. Bueno, mucho más difícil que decidir que película ver en Netflix. Las fronteras se abrían el 26 de julio y yo recién estaba instalada después de cuatro meses viviendo en la turística Pucón. Si caminaba un par de pasos desde mi casa, podía ver el lago y el volcán. La vida era buena, aunque todavía debíamos andar con mascarillas, pero tenía esos pasajes que me había comprado antes de pandemia y habría que usarlos tarde o temprano. Preferí lo último. 

Embalé todo, lo dispuse como un tetris dentro de mi pequeño auto y manejé durante 12 horas a Santiago. Sí, debieron ser 9 o 10 a lo más, pero me topé con unos trabajos en la vía y entré a un Santiago en toque de queda. ¡Pensar que nos prohibían salir!

Volé a Madrid y la recepción no fue la que esperaba. Rechazada. Pasaporte retenido. Todas mis pesadillas de las noches anteriores se hacían realidad. Morena, sudaca, viajera solitaria todos los signos de sospecha que buscan los policías de fronteras. Dos horas después, con la claridad del espanto y luego de haber despertado a las 6 de la mañana al amigo que visitaría en Ourense, tuve una segunda entrevista y me dejaron entrar en España con una carta firmada que probaba mi calidad de sospechosa.

Me quedé una noche en la capital. Comí, comí y comí muy bien, unas alcachofas a la parrilla que quisiera haberme tatuado. Caminé por los alrededores de Malasaña sin saber dónde estaba. Me tomé un cóctel sola en Macera, acompañada de una lista de música que podría haber hecho yo misma. Disfruté mucho esas horas y a la mañana siguiente tomé un tren rumbo Ourense, donde me esperaba el primero de los notables que me recibiría en este viaje.

PD: Las fotos están fatales. Sí, soy cuentera no fotógrafa 😉

Escindida

Foto por Emilio Girardin

Foto por Emilio Girardin

A las 6 en punto comenzaban a bajar las cortinas metálicas. Los locatarios hacían cuentas dentro de sus cubículos enlatados y el murmullo de los pasos se desvanecía con la luz del sol. Entonces, salían por unas puertas pequeñas, encorvándose para cruzarlas. Las luminarias de las callejuelas encendidas hacían más profundo el contraste con las horas ajetreadas. La noche del solsticio de invierno, que era la más larga del año, a medianoche, entraba al mercado una especie de nube y los seres que encontraba a su paso caían dormidos, presa de algún extraño encantamiento. Por el contrario, los objetos al interior de las tiendas cerradas, cobraban vida y comenzaba una gran fiesta entre los colgadores, los maniquíes, las telas y las cajas que habían quedado apiladas en cada local. Los objetos, que carecían de voz, cuando eran tocados por este extraño embrujo se movían de un lado a otro, como si estuvieran en una fiesta frenética, lo que duraba solo unos minutos. Esta vez, aquella de las piernas blancas y esbeltas quiso ir más allá y, de alguna forma misteriosa, se comunicó con la mini puerta hasta que logró que esta se abriera. Puede que el locatario haya salido apurado esa tarde y olvidó echar llave, o que la puerta tuviera en su corta animación el poder de mover por sí misma el cerrojo, el caso es que la maniquí alcanzó a poner un pie fuera y comenzó su dilema. No sabía como pasar por la mini puerta. No tenía articulación alguna en el tronco que le permitiera encorvar su cuerpo. Tampoco podría ponerse de rodillas, por la misma razón. Giró hasta quedar con el pecho enfrentado al suelo y, con un gran esfuerzo comenzó a asomar su cuerpo en forma horizontal apoyada en los brazos. Logró sacar la cabeza y ver la luna a través del velo de la extraña niebla que más bien parecía una nube de polvo. De a poco logró sacar el torso. Sin embargo, sacar los pies era un esfuerzo aún más extenuante. Por lo que tuvo que comunicarse con la mini puerta, para que esta hiciera esa telepatía con otro objeto en el interior que pudieran expulsarla. De pronto, todo el local se había organizado para ayudar a la maniquí. Parecían contar hasta tres, aunque no se les oía, para empujar juntos la base que le unía los pies a la muñeca. Hasta que al tercer intento, lo lograron. De pronto se hizo un silencio como de celebración, al mismo tiempo que la nube se empezó a diluir y la maniquí con todo el cuerpo fuera, sintió que necesitaba volver. Se ayudó con las manos, pero algo no andaba bien. El último empellón había roto algo en ella. Cuando se arrastró de espaldas vio con horror la mitad de su cuerpo separarse irremediablemente. Volvió por la mitad dentro del local, los compañeros mobiliarios la ayudaron a cruzar y la compuerta se cerró nuevamente. La noche volvió a respirar y los objetos quedaron inanimados en sus respectivos lugares, excepto ella, partida en dos.

Lo que deja la lluvia

 

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Tras el anuncio de truenos, llega la tormenta. La lluvia cae a la antigua, haciendo un sonido que se ha vuelto nostalgia durante los años de sequía. A veces, un rayo de luz logra pasar la maciza barrera de nubes y la inercia de la tempestad se lo traga de golpe, imponiendo su poder. Cuando se dispersa, una calma cubre la ciudad. El atardecer proyecta su luz roja en las pozas de agua, como si fueran pantallas amplificadoras. Hace pocos minutos el cielo era caos, granizo y truenos. Ahora vuelve a ser nubes sobre acuarelas. Hasta las calles agujereadas florecen con la dignidad de los sobrevivientes y dejan de ser simples asfaltos maltratados. 

Parece una buena metáfora para las pruebas de la vida, que usualmente duran todo un invierno o más. Esos momentos en que es imposible ver el sol porque se tiene los ojos nublados. Pero el tiempo pasa y todo pasa. Incluso la cuarentena eterna. El sonido de las gotas que todavía sueltan los desagües me puso a pensar en ese futuro: el día en que podamos abrir bien los ojos y mirar sin velos lo que dejó la lluvia.

Frecuencias resonantes

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Hilos luminosos se transmiten desde A hasta B. 
Es una conversación sin sonido. 
Cuando A y B se miran, hay una tensión eléctrica que surca el aire entre ellos. 
Sus vidas son rayos que nacieron fuera de la tormenta, dentro de un tubo de ensayos. 
Puede que A y B sean opuestos que se atraen. De eso, hay evidencia. 
A y B se comunican sin tener que hablar. Son, a todas luces, frecuencias resonantes. 
Para A es natural vibrar con B y lo hacen en forma recíproca. 
Su intensidad, aunque no se escucha, es palpable. Si te acercas, se erizan los pelos.
El baile de luces que se genera entre A y B es un espectáculo.
A y B fueron hechos para probar que la energía se puede transmitir sin necesidad de cables.
 A y B parecen dos pero son uno que se transforma.
Son conectores en una bobina que se replica por amor a Tesla.

Gigantes

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Foto @edogaldames

 

En un bosque de algún lugar en el fin del mundo, el sol está a punto de esconderse. Un fotógrafo camina por un sendero rodeado de árboles muy altos. Esos gigantes intentan impedir la toma limpia del atardecer que su cámara persigue. Camina más rápido para buscar un claro, pero nota que el esfuerzo es inútil. Se rinde ante los gigantes que, a través de sus ramas, filtran los colores más dramáticos del atardecer: un arcoíris naranjo, amarillo, violáceo. La luz se cuela entre las formidables siluetas, imprimiendo su frecuencia sobre la piel del hombre de la cámara, que sigue su instinto. Con los ojos cerrados, sin necesidad de buscar el encuadre, presiona el obturador y congela el tiempo. El ocaso enmudece. Abre los ojos y la oscuridad ha sometido a los colosos, arrodillados ante la llegada de la noche.

Otros héroes anónimos

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Quién iba a pensar que el oficio de repartidor se transformaría en uno de los más riesgosos y requeridos en estos meses aciagos. Cuando salgo a la calle, solo veo decenas de personas con sus grandes cubos en la espalda, muchos de ellos jóvenes, sobre su bicicleta o moto, yendo a la entrega del peligro. Parece que se multiplicaran, siempre con prisa, a veces incautos, llevando en sus espaldas esas bombas de potenciales virus. 

Supe de un tipo que no ha salido de su casa en los últimos dos meses y se contagió. El principal sospechoso fue el delivery, quien hizo la entrega o los dos o tres que manipularon el paquete antes llegar a destino. Pero si no nos podemos mover, necesitamos hacer que ciertas cosas vengan a nosotros. Por eso, este servicio es tan necesario en tiempos de pandemia.

Es el cumpleaños de mi madre así que busqué en mi teléfono la aplicación y apretando la opción “envío”, hice que mi virus viajara, envuelto en papel de regalo y adornado con una cinta roja, en la espada de uno de estos héroes sin capa. Todavía no sé si este regalo será el más caro de la historia, por las consecuencias que podría tener el arrojo de enviar la enfermedad oculta en buenas intenciones desde un lugar a otro. 

Voy a pensar que valió la pena sacarle una sonrisa a mi madre. Estoy segura que estos mensajeros, que se arriesgan a llevar ese gesto de casa en casa, se merecen un “¡GRACIAS!”, junto con la propina. Espero que cuando estén agotados o perdidos, con la mochila a un lado, mirando caer la noche, recuerden que llevaron alegría a alguien que lo necesitaba y que estos buenos pensamientos los protejan, porque el mundo no lo hará.

HOMENAJE A UN KOLOR DISTINTO

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Le gustaba esperar la hora dorada, esa de luz perfecta en que el atardecer hacía gala en el horizonte de la bahía. Entonces, se perdía por las calles de Valparaíso, siguiendo la línea de los cerros, desde el oriente por la Avenida Alemania. Al llegar a la zona de la ex-Cárcel recordó a un amigo que vivía cerca y, como solía hacer en estos paseos, llamó para ver si coincidían. Kurt abrió la puerta y lo llevó hasta una terraza que habían acondicionado con sus vecinos en lo que antes era un basural. Ahí lo golpeó la luz. “Se llama Equinoccio de Primavera”, dijo Kurt. Mientras la neblina se iba acumulando en lo bajo, este graffiti pintado sobre un edificio de 15 pisos emergía como un testigo del atardecer semi nublado, lo que hacía ver aún más exaltada la voluptuosidad de la bahía, con las primeras luces de sus casas encendidas. A Edu le parecía que los artistas le habían regalado un atardecer a los que miraban desde el poniente, con esos personajes que hablaban de la naturaleza y de cómo el sol y la luna se sucedían en un juego de luces y sombra que alimentaba a la tierra. Con su vista sobre la neblina densa y bajita, Edu se sintió, de pronto, iluminado.

Revolucionaria

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Foto por @EdoGaldames

 

¿Qué hace una descreída pensando en el amor? Dicen que el amor es un acto revolucionario. Esta noche haré la revolución, a ver si algún día puedo hacer el amor. Uso un polerón con capucha negro, pantalones del mismo color, como guardando un luto que hace juego con la noche. Las manos en los bolsillos, la derecha empuña un objeto pesado y frío que a las pocas cuadras de caminar ya se funde con la temperatura de mi cuerpo. 

 

Llevamos cincuenta días en toque de queda, para frenar al enemigo implacable e invisible que no respeta a nada ni a nadie. Los militares vigilan la ciudad. En el teléfono reviso los puntos de control. Debo moverme como un gato. Si escucho el motor de un auto me pego a una muralla, esperando que el buzo negro me haga desaparecer, me escondo tras un arbusto o doblo en la siguiente esquina. Elijo las calles más pequeñas y voy “conejeando” hasta llegar al barrio que llaman Vaticano Chico porque todos sus pasajes tienen nombre de arzobispos, presbíteros, obispos, cardenales y monseñores. Aparezco junto a la iglesia de los Santos Ángeles Custodios donde alguna vez fui a un matrimonio, miro el ex palacio Droguett, con su cúpula de cristal; respiro profundo, antes de cruzar corriendo la Avenida Providencia. Junto al café literario están acampando unos indigentes y parecen estar a sus anchas. Paso a su lado y nos miramos. Apreto el candado que tengo en mi mano. Subo las escaleras, la noche está despejada, se alcanza a adivinar la cordillera a lo lejos, el hilo de agua del Mapocho resplandece. Ahora que lo pienso, esto para mí es un acto de venganza. Ayer sacaron todos los candados del puente, por seguridad. Lo habían hecho antes y sé que es una costumbre cursi, importada de los puentes sobre el Sena, pero me duele que tiren a la basura esas cintas de tantos colores como tonos tiene el amor. Cada una de ellas representaba una ilusión, un sentimiento que se puede eliminar en un abrir y cerrar de ojos. Giro el mecanismo y cierro el pacto: prometo amarme siempre, con locura y sobre todas las cosas.

Nota: esta historia es fruto del taller literario que construimos con Karen Seaman y Alejandra Rojas. La inspiración fue una fotografía tomada por Eduardo Galdames.