Category Archives: pequeños grandes traumas

El arcoíris

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*[Nota: Esto podría ser parte de mi libro “Desobediencia” que no sé si se publicará ni cuando].

He contado esta historia tantas veces que me parece extraño no haberla escrito antes. Tal vez la escribí en algún cuaderno con lápiz mina y después se borró con el tiempo. Era 1988 y por fin tenía 9 años. Me sentía grande. Mis padres leían el Fortín Mapocho y La Época. Escuchábamos radio Cooperativa y esperábamos juntos, en el dormitorio de mis padres que empezara la franja política del No. Era emocionante escuchar cada día el himno que ya nos sabíamos de memoria porque habíamos comprado la banda sonora de la franja en cassette. El Vals del No y la Alegría Ya Viene eran algunas de las canciones que daban vida a esta película de veinticinco capítulos, que se planteó el objetivo quitarle el miedo a los chilenos, para que se atrevieran a ponerle fin al mandato de Pinochet después de 15 años de dictadura.

 

A Pinocho, como le decíamos al dictador, lo odié -como muchos niños- primero por interrumpir las transmisiones de televisión con sus cadenas nacionales. Ya uno sospechaba que no era muy querido por las caras que ponían los padres cuando aparecía el caballero en la TV. Después te cuentan que mató a tres mil, los quiso desaparecer y lo logró, torturó a otros miles, niños, mujeres, no importaban porque eran comunistas.

 

En el colegio tenía una amiga que me contaba que su mamá había sido de la brigada Ramona Parra pero que ahora andaba cagada de miedo e iba a votar por el Sí. No lo entendía. ¿Era tan grande el miedo? Sí, era gigante. A mí no me tocó vivirlo. En mi familia nadie murió. El abuelo escapó pero a todos les parecía más oportunista que político. Mamá me contó que vio los cadáveres flotar río abajo en el Mapocho, que a algunos vecinos los acribillaron en las puertas de sus casas. Mi papá que vivía al lado de La Victoria también conocía esas historias. Para el golpe eran unos cabros chicos, 15 años, no militaban.

 

Ahora mis padres iban a las concentraciones a cantar y manifestarse, a gritar que No. Yo también cantaba: “vamos a decir que No con la fuerza de mi voz… Vamos a decir que no (oh-oh) yo lo canto sin temor”. Siempre quería ir con ellos. Nos contaron como la Norte Sur, la carretera Panamericana, estaba llena de bote a bote con gente, que era seguro que ganábamos. O sea, ganaba el No. El 5 de octubre fueron a votar y por la tarde no nos despegamos del televisor. Supongo que todo el país se comía la uñas mirando los despachos desde el Diego Portales. Al principio la diferencia no era tan elocuente. Pero cuando al caer la noche Cardemil empezó a poner cara de derrota y el general Matthei reconoció el triunfo opositor, las cartas ya estaban echadas. Se fueron a celebrar a Plaza Italia, con las banderas de Chile y la del No con su arcoíris, los colores de la diversidad, de la coalición que hizo la fuerza.
Dos días después, el viernes 7 de octubre, se convocó una manifestación por el triunfo del No en el Parque O’Higgins. Le pedí a mamá que me llevara, probablemente supliqué. Accedió. Tomamos una micro y luego fuimos caminando por una avenida Matta llena de gente. Cuando llegamos al parque estaba repleto, yo no veía nada. Hacía mucho calor y recuerdo que me sentía fatigada. Tocó De Kiruza y el rumor era que iban a tocar Los Prisioneros, pero se demoraron tanto que me aburrí y quise que nos fuéramos. Siempre me arrepentí de no haberme quedado a escuchar a Los Prisioneros, aunque desde donde estábamos apenas se veía el escenario. Por otro lado, capaz que era mejor salir temprano porque como siempre el asunto terminó con detenciones injustificadas y golpes a los manifestantes por parte de los pacos, los tiras infiltrados o los CNI. Pasó más de una década para ver a la banda de González, Narea y Tapia en vivo por primera vez y más encima sólo fue una vuelta por dinero. Ni ellos sobrevivieron al desencanto de la alegría que nunca llegó.

Pequeños Grandes Traumas: casa cerrada

Ruth ¡ídola!

Ruth ¡ídola!

Continuando con los recuerdos de cuando miraba el suelo, me acordé de mi difícil paso por la adolescencia ¿acaso no lo es para todos? Lo bueno es que tenía con quien compartir las desventuras. Mi hermana dos años mayor y la prima regalona, conocida por sus rutinas de stand-up comedy que solo repite para los amigos y que en la práctica era otra hermana más, pasamos muchas noches medio deprimidas, conversando, viendo MTV (cuando pasaban música y de la buena) con Ruth Infarinato y el programa “Nación alternativa”, porque no teníamos permiso para salir.

La única forma de cruzar la frontera era ir a comprar a la esquina, lo que no era un paseo realmente. Al parecer, mis padres creían que el entorno era un tanto peligroso, por los robos tal vez y porque los vecinos no eran todos de lo más “pitucos” (refinados). Un día nos hicimos amigas del cabezón Erick y el gordo conversando a través de la pandereta y terminamos hablando arriba del muro hasta que abuela salió a espantarnos acusándonos de casquivanas o algo por el estilo. ¡Teníamos 12! Jajaja

panderetaAhí comenzó la batalla por el permiso para dejar la fortaleza y asistir a alguna fiesta en el colegio de niñas, de donde nos recogían justo a la hora en que empezaba a llegar el público. Fue por esa época que decidí que me iría de casa apenas pudiera (me demoré 10 años, igual la hice larga, pero ni tanto). Las peleas eran siempre las mismas, para nosotras el problema era básicamente que no nos dejaban hacer amigos, para ellos que las personas son malas, que no se puede confiar, etc. Y nos tardamos al menos un par de años en que ese elástico comenzara a aflojar y entendieran que no teníamos ánimos de volver con novio y bebé a cuestas en los próximos muchos años. Hay que entender también que cuando nací mis padres tenían apenas 20 años y fui la segunda… Cosas no tan bien planificadas que pasaron a finales de los 70, la década del amor libre que murió en Chile con la represión militar. Esas fueron las consecuencias del toque de queda. Para nosotras el “toque de queda” familiar siguió existiendo por al menos un par de años y ya en plena democracia.

El día que encendí la cocina

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Dibujo dedicado a Iga y Ro. También se agradece la colaboración de los primos Karen, Paz y César.

No fue taaan así. Estábamos de vacaciones del cole, dos de mis hermanos y yo (el más chico no pensaba nacer todavía y la mayor estaba en su gira de estudios). Como a las 11 de la mañana decidí poner a calentar un tarro de Nescafé de esos chiquiturris que tenía relleno con cera para depilar y dejar de parecerme a los autorretratos de la ídola Frida Kahlo. Lo dejé y fui a la pieza de mis padres donde acostumbrábamos pasar la mañana viendo tele, echados en la cama matrimonial. Ese día veíamos “Rugrats”, que aquí se llama “Aventuras en pañales”, y daban un capítulo tras otro. Era un 21 de diciembre, lo recuerdo porque era el cumple número 9 de mi hermano Igario (aka Ignacio) y habíamos invitado a los primos para celebrar mojándonos en la pelo-pincho familiar (piscina plástica). En algún momento dieron comerciales y nos pareció el momento justo para ir por algo de comer.

Nos paramos los tres juntos y me adelanté para abrir la puerta. En ese preciso segundo quedé sin aire: C-O-L-A-P-S-O. Nube de humo, paredes teñidas de negro, con algo como telarañas negras en los extremos, lo más cercano que he visto al infierno. No habían llamas, así que apagué el gas y vi una mancha café en un costado del mueble, que por milagro no prendió. Gracias melamina.
“¡Me van a matar!”, gemí y lloré pensando en el reto que me esperaba. Ignacio y Ro me vieron tan afligida que por primera vez en sus vidas tomaron voluntariamente esponjas y paños para ayudarme a limpiar. Las paredes estaban cubiertas por una pegajosa capa de hollín  La ceniza plástica también había cubierto la vajilla y los alimentos de la despensa. Hicimos una mezcla de detergente, cloro y todo los líquidos de limpieza que encontramos. Después de dos pasadas, los muros todavía se veían gris oscuro. Llegaron los invitados y se sumaron también a la cruzada por arreglar el cagazo del año. Entremedio llamó la Pati contando que la habían retado por salir sin permiso durante la gira de estudios. Por lo menos, no sería la única sermoneada.

Finalmente, logramos que el color original de las paredes se convirtiera en un blanco invierno grisáceo y nos fuimos a descansar. Llegaron mis padres y en vez de los gritos que  esperaba, se alegraron porque nadie salió herido y no quemé la casa completa. Quizás fue porque era cumpleaños de Igario, la cosa es que ¡fiiuuu! salvé y a pesar del arduo trabajo conjunto del batallón antihollín seguimos sacando bolsas de azúcar y vasos manchados durante varios meses.

Colección pequeños y grandes traumas: Villa Trinidad

trinidad001Tenía casi 3 años y mis padres decidieron ir por el sueño de la casa propia. Eso fue en 1982, por lo que imaginarán que no fue tan buena idea. Se encalillaron (endeudaron) hasta las masas y ¡en UF!, justo antes que la famosa Unidad de Fomento se fuera a las nubes. Tuvieron que repactar la deuda en tres veces su valor y terminaron de pagar cuando sus hijos ya estaban en la Universidad. Como dice Condorito, ¡plop!

Llegamos con todas las esperanzas a cuestas a vivir a nuestra pequeña casa de ladrillos de tres dormitorios en La Florida, “emergente” comuna que en esos momentos no era una de las más pobladas de Santiago y tenía más parcelas y terrenos baldíos que “villas” nuevas.

A los pocos meses, un campamento se tomó los terrenos de atrás y empezaron los problemas. Ni pensar se podía porque los angustiados te robaban hasta las ideas, los colgantes feos estilo macramé hechos en la clase de técnicas manuales, las plantas, la bicicleta, los patines, la tortuga, el choapino, prácticamente todo.

A los vecinos de atrás los tenían de caseros, por lo que muchos abandonaron sus casas, lo que les facilitó el paso a los malandrines. La mía colindaba con la plaza de juegos, por lo que era el blanco perfecto para salir de caza. De vez en cuando, nos hacían unas visitas cariñosas: chao tele en colores y reloj despertador.

[Seguro que esta historia ya la conté pero ahí va de nuevo –>] Un día oímos dos disparos al aire. Habían pillado a uno con las manos en el botín y, en su fuga, el ladrón que con suerte tenía 20 años decidió pasar a echar la talla. Como cayó en el tendedero, agarró las pilchas que pudo, incluyendo mi roñoso polerón favorito que tenía una Olivia de Popeye dibujada. Mi madre salió y le tiró un par de platos con pésima puntería. Pero cuando se acercó a ella, en vez de huir, lo esquivó y lo tomó del cuello de la chaqueta de cuero y empezó a darle patadas mientras lo tapizaba a chuchadas. “Qué te creís CTM” fue lo más suavecito que le dijo. Pero el tipo logró zafar y cual atleta olímpico saltó de un brinco el portón negro de 2 metros que lo separaba de la libertad.

El lado bueno de la historia es que nunca tuve oportunidad de ver a un ratero más de cerca y por suerte no estaban armados como ahora.

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Colección pequeños y grandes traumas: los niños de África no tienen qué comer

Gentileza de es.123rf.com

Gentileza de es.123rf.com

Cuando era niña los adultos tenían la muy mala costumbre de obligarte a comer en horarios y momentos en que probablemente era imposible tener una pizca de apetito. Lo peor era cuando te torturaban para que dejaras el plato vacío.

En los 80 mi mediodía transcurría muchas veces igual, como en “El día de la marmota” (“Groundhog day”). Estaba sentada en la mesa y sabía que sólo faltaba una hora para ir al colegio. Estaba sentada dándole vueltas a un plato de tallarines con salsa boloñesa mientras en la radio cooperativa sonaba SIN-CE-RI-DA-AD es el nombre que encontré para ti. Lo que para mi es igual a las notas de una película de terror.

Incluso de bebé me tenían que engatusar con trozos de jalea y otros para que tomara leche. Después de muchos años escuchando argumentos como “los niños de Etiopía se mueren de hambre”, desarrollé tácticas ninja como devolver el contenido del plato a la olla sin que lo notaran o derechamente tirarlo por el WC. Y después podría imaginarme a unos ojos negros inocentes mirándome con cara de condena.

Entre otras torturas varias, recuerdo a mi abuela golpeando la mesa con una correa de cuero o persiguiéndome por la casa para que volviera a sentarme. La tortura tocó fondo en un episodio del que no tengo recuerdos, pero mis primas aseguran que ocurrió así. Cuentan que ese día estuve batallando más de lo habitual con un guiso de zapallo italiano y en castigo madre me obligó a tragar una cucharada después de haberla regurgitado. No sé si será del todo cierto en todo caso (y espero que no hayan estado comiendo mientras leían el episodio).

Y es que en mi familia –como muchas otras en Chile- tienen una fijación con la comida. Es la forma oficial de entregar cariño. Entonces si no comes es que estás rechazándolos, te enojaste o te atacó alguna rara enfermedad. Me extraña que no nos veamos como los humanos de Wall-e.

Lo peor es que de grande se me pasó lo mala para comer y, como dice Felipe, me pasé diez pueblos de pura gula. Ahora como si tengo pena, sed, estoy aburrida, nerviosa o feliz. Tal vez por eso el médico me mandó a hacer dieta. Parece que los pasteles, chocolates y otras grasosas delicias han hecho estragos en mi hígado y han seguido indignando mi colon .

El reino de las historias

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Anoche por fin vi Moonrise Kingdom, la última de Wes Anderson, un viaje muy estimulante para quienes amamos las buenas historias. Todo en ella está envuelto por un toque mágico. Parece que la cámara siempre nos está llevando a mirar por huecos en las paredes, a través de los binoculares de Suzy o desde la ventana del lado. Esos giros que cambian el punto de vista, me hacen recordar cómo era ser niña.

Me identifico, tal vez porque muchas veces me pareció que –como en esta película- los adultos eran una horda de seres confusos que no parecían tener la capacidad de estar a cargo. Tal como la profesora de Charlie Brown cuyos ruidos jamás entendimos, ellos aparecen enredados, confundidos, incapaces de entender la imaginación.

Como Sam y Suzy, en los 60, algunas décadas después los niños todavía vivíamos en el reino del “porque si”, donde inútiles peleas pidiendo permiso o explicaciones por algo siempre terminaban en un “porque si”, un “porque no” o “porque yo lo digo”. La falta de argumento siempre me hacían perder los estribos y solo me podía callar una bofetada. De ahí me iba a la pieza que compartía con mi hermana, masticando rabia, pegaba un portazo sonoro y me quedaba llorando, hasta que se me pasaba. Un día se me ocurrió sacar un libro de cuentos antiguo empastado, “Historias de los pueblos de la URSS” y me puse a leer cuentos que me llevaban a otro mundo, de esos que terminaban con los personajes malos muertos y no siempre vivían felices para siempre, porque igual todos nos morimos de viejos alguna vez, lo que me parecía mucho más sensato que lo de Blanca Nieves.

La ciencia de cuentear es parte de los que nos define como especie y hace varios años volvió a surgir como la última moda bajo el concepto de “storytelling”. Es fascinante pensar que todo lo que hacemos viene acompañado de su respectivo cuento. Incluso Carla Guelfenbein afirmaba en una columna que hasta para ir al médico te construyes un relato. Por eso, no está de más recordar las-22-reglas-de-pixar-para-crear-una-historia súper publicadas y difundidas el 2012, que me llegaron tarde y por Twitter, pero más vale tarde que nunca.

Y el año sabático ¿cuándo?

368_1057280395039_1247_nEste capítulo estuvo a punto de inscribirse en mi colección de pequeños grandes traumas, pero no dio. La semana pasada se supieron los resultados de la PSU (Prueba de Selección Universitaria), lo que me hizo recordar cuando rendí la prueba, que en mis tiempos se llamaba PAA (de Aptitud Académica) = caída de carnet.

El 95 pensé que me había ido pésimo en la PAA y por mi mente pasaban unos rollos no tan reales de un año sabático en Francia para aprender a hablar la lengua de l’amour. El día que salían los resultados de las postulaciones, casi no dormí. Me desperté temprano y corrí al kiosko de la esquina (en esos tiempos no los publicaban en internet y la conexión era telefónica con modem). Abrí el diario y busqué mi nombre. En el penúltimo lugar de la lista, número 29 de 30 estaba mi nombre. Sentí alegría y como en esos tiempos el puntaje no valía para el próximo año, decidí entrar a la Escuela de Lobotomía, digo de Perioartismo, Periodismo Periodístico de la Chile y eso. Universidad de verdad y la cacha de la espada.

Y no me tomé el año sabático. Al cabo que no me habrían dado permiso para mandarme a cambiar a Francia. Entré a Periodismo el 96, a la edad de tiernos 16 años, estudié en Belgrado 10. A pocas semanas de entrar, uno de mis simpáticos compañeros se encargaría de pasearme por las escasas salas indicándoles a todos “ella es la de 16”. Era un asunto no tan común para esos tiempos y representaba con suerte 15 :S. Y el creador de Chancho Zero, guionista de NO, insigne creador de Aplaplac, que dudo que me recuerde, me cantaba “Volver a los 17”. No fui al paseo a Cartagua porque no me dieron permiso y también me perdí casi todos los carretes de ese año. Cuando dejé de pedir permiso, el asunto anduvo un poco mejor. Me pasaba pa’ cabra chica. Y en esa época escribía, escribía y escribía. Ayer busqué entre los escritos una foto de la escuela y solo encontré una diapositiva, que ya casi no las revelan. Cuando logre escanearla la subo al grupo Yo estudié en Belgrado 10, en compensación a la que me robé ahora.

Recuerdos de cuando miraba el suelo

Foto: Samuel Bravo

Tenía 13 años y era una pendeja rabiosa y genial. Siempre pensaba que algún día estaría en la cima (no sé en cuál) y miraría hacia abajo a todos los que me habían despreciado, obstaculizado, discriminado, etc.

Salía del convento y me iba caminando por la Gran Avenida con Caro hasta el paradero 25, en la intersección con Américo Vespucio. En la esquina había un supermercado Cosmos (que quebró un par de años después). Me iba todo el camino mirando el suelo. Veía las veredas sucias, uno que otro escupitajo cada dos metros. No sé quien les enseñó a esos chilenos que era de buena educación tirar “pollos” en la calle. Fuera del dato asqueroso, me gustaba mirar al suelo, tal vez inspirada por lo poco atractivo del entorno. En este corto trayecto, lo único menos feo era el edificio municipal en la vereda del frente, una casona antigua, pintada de blanco.

Siempre iba así con el seño fruncido, concentrada en quizás que pensamiento. Por esa época había descubierto algo que nadie me podía prohibir, algo natural que me llevaba a lugares nuevos, algunos tenebrosos, otros más bellos que la realidad circundante.

Pienso en lo que decía Samu el otro día frente a la playa de Algarrobo, que hay tiempos para sembrar (arriesgar) y otros para cosechar. Por tanto, no vale la pena perder el tiempo en asuntos que nada tienen que ver contigo. Que los jóvenes sabemos cómo hacer las cosas, pero los mayores saben qué funciona, lo que hacer necesario aprovechar estas décadas para luego hacer de la mejor manera este tránsito del hacer al pensar.

Por eso, me dibujó una sonrisa que en otro contexto hoy volví a escuchar eso de que si tienes algo y no lo das, nada vas a recibir. Si tienes una semilla en la mano que no sueltas, nunca va a germinar. Esto, a propósito de enseñar o compartir tus conocimientos.

Y me quedo pensando si he sabido sembrar, si todavía queda tiempo, dónde estará esa tierra fértil para multiplicar historias y parábolas que me trae copiosa la brisa marina.

La Mckay y la vida en el convento

ImagenAl terminar 1990 ya estaba completamente adaptada al convento. No es que fuera a postular a monja, si no que estudiaba en el colegio que además albergaba a las salesianas. Me dediqué a las actividades extraprogramáticas. Hice gimnasia rítmica y por casualidad llegué a la biblioteca, donde la sureña profesora de castellano que la manejaba me convenció de sumarme a su taller literario. No me acuerdo cómo fue que descubrimos la veta, pero ahí estaba la facilidad para entender y disfrutar la prosa, la poesía o los cuentos. La Charito me introdujo en el mundo de Julio Cortázar y después de leer “La continuidad de lo parques”, no pude parar. Aunque debo admitir que nunca terminé de leer su intelectual “Rayuela”.

Empecé a escribir el 92 y descubrí que me agradaba. Escribí cosas que me soplaba el viento y que luego me decían estaban calcadas de no sé qué otra historia que nunca leí. Mientras en clases nos hacían leer libros aburridos y tediosos, en el taller leía lo que fuera, pero mucho más entretenido, además me hice adicta a la Zona de Contacto, razón por la que fui expulsada de la clase de Física en más de una ocasión.

Con mi amiga Carolina fundamos la primera revista clandestina del colegio y quien sabe si habrá sido la única. Se llamaba la McKay, por el slogan de las galletas “más ricas no hay” que algunos estudiantes picados a gringos habían usado también para bautizar alguna incierta pandilla, muy lejos del cuicón colegio MacKay que no tenía nada que ver con todo esto.

El arte estaba a cargo de Eli Coppo, las letras a cargo de Caro y yo. Poníamos letras de canciones, había una chu-editorial (por lo chula/flaite), una explicación de noticias como la revolución zapatista, una página de chistes y una página de pelambres del colegio. Ahora la leo y me parece bien escrita. Era un pasquín fotocopiado, que repartíamos por todos los cursos, lo que nos hizo algo “populares”. Con las jugosas ganancias, nos alcanzaba para comprar un completo que nos comíamos en 5 minutos y quedábamos felices.

Creo que fue una de las pocas cosas buenas que hice en el convento. Como todas las cosas buenas, tenía que acabarse. Intentamos hacerla oficial y eso la mató. Nos autocensuramos, caímos y traicionamos el espíritu de nuestra McKay, que nunca volvió a producirse.

Colección pequeños y grandes traumas: el convento

Foto de curso ¿92?

A raíz de la respuesta que me refirió un roedor amigo, decidí proseguir con la narración de traumas infantiles varios. Para cerrar la otra historia  escolar, les cuento que al profesor bueno pa’ la talla lo echaron porque le pego una cachetada “en broma” a un alumno de otro colegio en Pirque y al alumno no le hizo gracia.

Corría marzo de 1990 y digo corría por la celeridad de esos tiempos, habíamos pasado de la guerra del SI y el NO (para más detalles ver NO, la película), después llegaba la alegría pero parece que se arrepintió. Independiente de la challa, los niños igual teníamos que ir al colegio. Y justo ese mes, a último minuto, me trasladaron al María Auxiliadora de La Cisterna, hermano pobre (flaite) del otro de Av. Matta. Me alistaba a volver a mi colegio roñoso, claro que mis planes no tenían preocupados a mis padres, que sin comentarme hicieron no sé que movida con mi tío inspector del ministerio y me consiguieron un cupo en el convento. Esto justo un día antes del comienzo oficial de clases, al inicio de la década que vio crecer al indie rock.

Día 1. El lugar era intimidante, una casona antigua, fortificada con alambres de puas y rejas, a prueba de escapes. Padre me acompaña. Hablan con la monja jefe. Voy al 7°A. La sala funcionó antes como una de las habitaciones del convento, una construcción de madera, que un par de años después fue demolida. Los largos salones, terminaban en un salón más pequeño donde guardábamos los útiles de aseo, que luego tenían un corredor final que comunicaba con la otra sala y donde sólo entraba la monja. Después me contaron que estas salas eran el lugar predilecto de las alumnas para jugar a la huija y hacer espiritismo con un cuaderno y una tijera. Hasta invocaban a Jim Morrison.

Sor Teresa era una de esas religiosas antiguas, 300 años por lo bajo. Usaba un cubre pelo blanco como de la inquisición, que le hacía lucir sus múltiples arrugas y un gran lunar de carne en la mejilla. No le gusté de entrada. Me pidió que alargara el jumper y después hasta me amenazaría “en broma” con bajarme de curso (porque estaba un año adelantada).

Volvamos al día 1. Estaba odiando esta nueva situación y a la profe no se le ocurre nada peor que hacer que nos presentemos. No tenía nada que contar, ninguna afición. Tuve un pensamiento extraño. Si no me adaptaba, tal vez podría volver a la comodidad de mi escuela mixta. “Soy Cristina y mi hobbie es sacarme puros 6 y 7”. Con eso logré que me odiaran. Lo que no funcionó fue mi teoría de lograr un fácil escape del convento, sus reglas y sus monjas jefes.