Y termino trabajando para un pequeño dictador, como si la educación prusiana me penara. Por lo menos hay pega y tiene partes buenas. La cosa es que el guaripola de la shit está como Musolini, pero más milico y menos italiano. Ahora empezamos a marcar horario, pero igual me hago la bakán porque tengo artículo 22, aunque parece que ni tanto me sirve. Pongo mi huella digital y aparece mi foto con una cara así -> 😛
Los que quieran armar un sindicato se van por “necesidades de la empresa” y no les interesa ser un great place to work, ni que sean todos felices, si no que trabajen no más los cristianos, si pa’ eso les pago. Aunque no nos tratan de vender la pomada, no puedo dejar de estar en completo desacuerdo con estas prácticas un poco heredadas del inquilinaje.
Con este ambiente militar (los hombres tienen prohibido dejarse barba o bigote), me acordé de una de las torturas estilo CNI a las que nos sometían nuestros padres en la época de la educación prusiana y casi gratuita. Uno de mis traumas de ñoñezzzz era que amarraban mis doce lápices de colores para que dejara de perderlos la cabra de miéchica, que no sabe que la plata es para parar la olla y no para comprar útiles escolares una y otra vez. Capaz que por eso nunca aprendí a pintar bien (ver vergonzosa ilustración de mi autoría del inicio). Y es que tenía que sostener los 11 lápices sobre mi muñeca, mientras trataba de colorear parejito.
Al final en este régimen casi dictatorial hay que hacer lo mismo que en el colegio, no llamar la atención. Así que trato de pasar piola, pero uta que cuesta porque al final parece que nací para andar extraviando lápices, mover las cosas de lado y dejarlas olvidadas, recuperarlas si se logra, si no a lo nuevo.
Hay cosas que quedan, ni tanto es lo que cambia, es más bien el desastre interior que se hace más patente y se refina.