Monthly Archives: October 2012

Earlier this year

El dibujo de sitio “primitivo”

Han pasado más de 4 años. Estoy por Sanhattan, muy cerca de las oficinas que dejé hace poco menos de un año y parece que hace siglos no trabajo ahí. Voy nuevamente montada en mi bici, que ha sufrido un upgrade. Ahora es un modelo vintage y me luce lo hipster. Voy saliendo del hotel W, donde estuve apoyando a los encargados de prensa del Ñam, mis amigos de Plan M. Pida el dato por interno.

Terminó el evento gastronómico del año, unos días de exposición mediática, y nuevamente me encuentro en la felicidad dulce y angustiosa de la cesantía. Dinero no me falta, amor tampoco, entonces la preocupación ahora es el desarrollo profesional o cómo llegar a hacer lo que te gusta más en la vida (como decía una antigua telcom para la que laboré) = cumplir mi sueño de vivir de vacaciones. Después de todo, por eso había agarrado maletas y había partido a la Patagonia.

Al final, como buena mujer siempre me busco otras preocupaciones. Y es que las chicas tenemos facilidad para darle vuelta a las cosas, indecisión nativa. Así que por ahí me llamaron para una pega, había asistido por primera vez a una entrevista sicológica y decidieron que no estaba tan loca (esas cosas siempre se equivocan).

Había que armar y enviar un newsletter, hacer una entrevista de vez en cuando, organizar eventos para los egresados. Ok, me interesa. Pero antes de ir a la reunión final, me desvelo y dejo a Samu en vela porque me duele la guata y le traspaso mi insomnio.

Y al final decido que no quiero la pega, no quiero los horarios de oficina aunque sean cómodos (cuek igual los tomé más tarde en otro lugar), quiero mi libertad. Llego 15 minutos antes de la reunión, casi completamente segura de mi decisión. Me doy una vuelta. Veo a un hombre y una mujer sentados en sus escritorios con cara de aburridos, mano al mentón, antes de mirar nuevamente la hora y enterarse que le faltan 4 horas antes de la salida.

¡No! No es para mí. Sé que el mercado está malo, la paga es poca, “hay que cuidar la pega” (odio esa frase apatronada más que otras) y una persona que pensé mi amiga me dijo que estaba viviendo en el error, que los periodistas ganaban la mitad de lo que me ofrecían (que tampoco era mucho) y que ¡¿qué vas a hacer ahora?! ¿Y si se te acaban las lucas? Pero qué va… Estoy muy lejos de la quiebra y mi trabajo vale mucho más que un cheque seguro a fin de mes.

Al final, no vendí ni media mermelada de arándanos, no volví al Paine. Estoy de vuelta en los horarios (algunos días no muy cómodos) y en otra oficina, una donde ningún espacio es privado y pasan cosas todos los días. Por lo menos, no da tiempo para aburrirse. Y mi sueño no lo abandono, algún día podré vivir de vacaciones. Por mientras una voz me grita: siga escribiendo weas no más mija.

Exactamente 5 años atrás

Voy pedaleando por la ciclovía de Pocuro con mi bicicleta shuper (en realidad, en ese momento era la mountain bike oxidada que heredé de mi padre, que ahora vive en el patio olvidada bajo un trozo de nylon). Mi sicoanalista jungiana diría que era símbolo de los patrones implantados por ellos y el querer cumplir con sus expectativas… Justamente, me dirigía a una entrevista de trabajo.

Me sequé el poco sentador sudor de la frente y toqué el 440, me acordaba del número por el grupo que acompañaba a Juan Luis Guerra. En el ascensor, aproveché de arreglar la pinta. La entrevista era en la casa del jefe, porque su empresa en esos momentos solo tenía oficina virtual. Todos trabajaban desde sus casas. Buena señal, aunque para mi no alcanza. A mi me ofrece un puesto en una oficina, me habla de la jefa más otra “jefa” (mando medio) conocida como cliente complicada. Las preguntas sobre mi escasa experiencia en el rubro de las comunicaciones internas, pasan a otros asuntos más interesantes como mis columnas de restaurantes y mi colaboración con el indie rock en Super 45.cl. Nada más shuper. Así que por taquillera no más me dieron la pega.  Antes de irme, el jefe haciendo hincapié en mi pinta, dijo que debía ir formal. Y yo que pensé que lo estaba. Bueno a pensar qué se puede inventar. Compré una blusa de seda que me quedaba un par de tallas grande y agarré una falda que me regaló mi mamá. Me hubieran visto disfrazada de cajera de banco el primer día (y no es despectivo porque mi madre fue cajera). Nunca supe si lo de “formal” fue una broma, porque la compañía tenía un estilo un poco más casual que mi rancio e improvisado uniforme de ese día.

Los primeros días/semanas no fueron del todo ideales. Pensé que no duraría tres meses. Al final me quedé, contrato indefinido y lo demás, más de tres años y me costó muuucho soltar la seguridad del sueldo a fin de mes y lo grato que era trabajar con mi ex jefe que es más shuper y místico que yo.

No time

Inés Suárez, la apasionada

El lunes se me congeló el almuerzo, y no fue por la falta de microondas en mi preciado templo del trabajo, si no por la noticia de un escalador amigo que se fue en su ley, tragado por un acantilado en las montañas de Arequipa, muy lejos de su natal España. Apenas lo conocí, sin embargo, fue muy amigo de mis amigos, lo que hace igual de válida mi pena. Y se siente la pérdida cuando se trata de algien que estaba tan conectado con la tierra nos deja. A él y a la amiga que nos lo presentó, les dejamos este abrazo.

Muchos eventos colmaron las horas, los días. El asalto frustado a Daniel, que terminó con dos jóvenes delincuentes pateados y humillados, más una gran crónica llena de furia contra la propaganda electoral y los pobres desalmados que no saben ni robar. La abrupta desvinculación de mi compañera de escritorio, que tiene múltiples elementos de teleserie venezolana -mellizos incluidos- y aún por aclarar. Los talleres no tan bienvenidos por desmotivados colaboradores, poco valorados por la empresa. Sesiones de kinesioterapia que me tendrán al volante otra vez en cualquier minuto. Disquicisiones sobre lo lejana que ha sido la muerte en mi vida.

De todos mis miedos, innumerables, el de la muerte es el único que no entra en mi diccionario. Siempre he tenido la premonición de que moriré vieja (como la tuvo también Inés de Suárez. Nota aparte: bájense Inés del Alma Mía, lo pondré en mi torrent). Pero si que temo al dolor, a la soledad a veces tan esclarecedora, a la oscuridad, al orden, a la virtud, a casi todo en esta vida.

Por hoy, agradezco a la ira que se enciende de a poco. A la rebeldía, a la irreverencia. Al me cago en la madre y el padre. Y sigo escribiendo weas, hasta que se me vaya el aliento, con todas mis fuerzas, aunque me falte el tiempo.

Colección pequeños y grandes traumas: La mala educación

El problema de la educación ha estado presente durante tantos años en Chile que mi generación ni siquiera se lo cuestionó. Estábamos más en la línea del “es lo que hay”. Tuvimos que esperar que llegara internet y las redes sociales para que los pingüinos se organizaran y se dieran cuenta que vivimos en un país donde las oportunidades están más lejos de algunos que de otros.

Después de pasar por la escuela flaite del barrio, me cambiaron al Santa María de La Florida, un colegio subvencionado que dejaba bastante que desear. El lugar era grande, con tres cursos por nivel. Entré al tercero A y por esos tiempos los MB empezaron a transformarse en notas de 1 a 7. De vez en cuando, nos teníamos que cambiar del pabellón de madera donde estaba nuestra sala porque solían tirar bombas a la iglesia que colindaba con el edificio, que no recuerdo bien si eran testigos de Jehová o algo menos inocuo (capaz que era otra cosa y nunca nos dijeron la verdad. Así eran los 80).

El profesor jefe nos agarraba pal weveo frente a todo el curso, era su hobbie. A mi me prometía en pololeo con Alonso José Domingo Venegas Flores (que se formaba al principio de la fila porque era tan chico como yo. Si, teníamos que formarnos y cantar la canción nacional con cara de seriedad los días lunes). La tortura para él era llamarlo por todos sus nombres siempre entonándolo como canción, tanto los pronunció el profesor que me los aprendí. Era colorín, era bajito, muy tímido y tenía pecas, todos lo llamábamos el Halley porque se obsesionó con la pasada del cometa y se aprendió todo sobre él. Menos mal que lo sacaron del colegio ese mismo año. Después, me encontré con Alonso en París, estaba estudiando, era escritor, poeta, actor, ingeniero, busquilla, patiperro y un montón de cosas más, también nos habíamos visto cuando él estudiaba en los Salesianos y hacíamos correspondencia entre mi curso del Liceo Laura Vicuña y ellos (nada de mails ni internet) y él me mandó una carta escrita con sangre, era un poema provocador, pero el atentado me hizo gracia ya que estaba bien escrito, notable para un joven de 14 años y justo al dedo para alguien que estaba descubriendo su vocación literaria. Nunca nos gustamos ni un poquito, a pesar del empeño del profesor.

Olvidé el nombre del tipo, pero le vamos a poner José. José se dedicaba todo el día a avergonzar a todos con un humor demasiado irónico para nuestra pequeña edad. Un día estábamos en sala de clases en un ramo que se trataba de nada, Apoyo Pedagógico. Era invierno porque había caído la noche. Me aguanté toda la clase las ganas de mear, para no tener que pedir permiso al profesor y ser objeto de sus bromas y las risas de los demás (si, en Chile pedimos permiso al profesor para hacer algo tan básico como ir al baño. Recuerden, educación prusiana, todos callados, escuchando al profe, etc).

Cuando no aguanté más, hablé y estaba en tan mala situación que no recuerdo si me hizo alguna broma. Corrí con todas mis fuerzas, pero no lo logré. Tuve que volver a clases más avergonzada que con las bromas que nos propinaba el profesor. Menos mal que era la última hora de clase. Este recuerdo, que no conté a nadie, me atormentó por varios años y eso que ni sé si mis compañeros se habrán dado cuenta.

En el mismo colegio, cuando íbamos en sexto básico, nos cambiaron 3 veces al profesor de matemáticas en 1 año. A uno lo echaron por fresco y asqueroso, le gustaba mirar las piernas a las niñas y tenía como costumbre no ducharse jamás, al segundo lo echaron por “colita” y al tercero no lo recuerdo. Ese año tuve promedio 6,9 y no sé como porque no recuerdo haber rendido más de una prueba ni que alguien nos hubiera enseñado algo.

Teníamos la asignatura de “religión” al final del día jueves y con mi mejor amiga Francisca nos escapábamos diciendo que estábamos eximidas. Sólo teníamos que flanquear a la horrible inspectora Patty, teñida de rubia y maquillada al estilo Patty Maldonado. Cuando mis hermanos menores fueron a ese colegio, ocho años después, todavía existía la misma caduca inspectora y la educación seguía siendo menos que reguleque. Tuve suerte de haber salido de ese lugar ese mismo 1989 justo cuando nos aprestábamos a volver a la Democracia. Fui a parar a lo más cercano a una escuela militar: un convento.

Colección pequeños y grandes traumas: la tía Marisol

“¿Eres un niño preguntón?” Titulaba el anuncio de un concurso infantil en la revista Paula. Llamó mi atención en seguida. Sí fui una niña muy preguntona. La etapa de los por qué me duró toda la vida. Lo mismo me valió varios porrazos. El primero de ellos fue en la escuelita básica, la queridísima y falsamente afrancesada Le Monde, cuando tenía casi cinco años.

Me habían movido a primero básico, con la esperanza de que me dejara de joder, que el kinder era fome y me aburría todo el día. La tía de kinder trató de sobornarme, prometiéndome la candidatura a reina de ese año. Cohecho contra un menor. Ya era demasiado tarde, me cambiaba a primero y ninguna señora podría comprarme con una idea tan barata.

Era la más pequeña del primero básico. Cuando llegaban los inspectores del Ministerio de Educación, debía visitar a mis ex-compañeros y volver a cantar con ellos como si nunca me hubiera ido. Mis compañeritos del primero me protegían y todo marchó bien. Mis notas eran puros MB, muy bueno, nada de S (suficiente) o Súper Malo (eso no existía era Insuficiente no más), así que me quedé.

La profesora jefe era de lo más extraño. Todos los días nos preguntaba ¿quién es la tía más bonita? A lo que debíamos responder en coro: la tía Marisol. Pasaba peinándose y mirándose al espejo. Igual tenía un aire a Blanca Nieves (¿o a la bruja?) y espero que le hayan dado una manzana con aftas (si, hubo epidemia de fiebre aftosa, pero eso es otro capítulo).

Un día que amanecí más preguntona de lo habitual, la saqué de sus casillas y me castigó en el patio, parada bajo el sol. Y al parecer no era raro que ella impusiera esa penitencia a los niños del curso, que no superaban los 7 años. Después de todo, no fue tan grave, el sol no estaba nada mal y no me volvieron a castigar, porque probablemente  no volví a preguntarle ni su nombre a la joven narcisa.

Ansia

Después de una semana fuera de las pistas, y en especial de las ciclo vías, hoy debía regresar al hacinamiento de mi pequeña oficina, ¡en TranSantiago! No es de snob ni arribista, pero ese asunto no funciona. Los 30 minutos que demoraba en bicicleta, sintiendo el viento en la cara y el aroma de los árboles en primavera, ahora se multiplicaron por dos y el escenario cambió al de los empujones y muchos honores no tan agradables. El paradero lleno, las micros colapsadas, las técnicas ninja para entrar al vagón del metro.

Y pensar que la mayoría de los santiaguinos comienzan todos sus días así. El caso es que después este descanso y de acostumbrarme a escribir todos los días, me dio un ataque de ansiedad pensar que tenía que volver a la oficina. Pero como la mano todavía no sana del todo, me regalaron dos días más de licencia, así que aquí me tienen de vaga, dedicada a mi nuevo deporte favorito que es comer nueces y torta tres leches de la Galletería de Laura R. (¿Acaso no es la mejor de Santiago?).

Siempre he tenido una personalidad ansiosa, pero estos tiempos me tienen algo confundida. Porque tengo más ganas de quedarme durmiendo en casa que de salir a vivir la vida. ¿Será una depre primaveral que aflora? Tal vez sea un presentimiento ridículo, un miedo infantil que volvió producto de la caída. O sólo será que necesito poner el cerebro en remojo, para dejar de pensar ¿y ahora qué? ¿qué es lo próximo? Sentarme a mirar adentro, mientras crecen las plantas en el huerto.

El gato bagual

Caleta Talcaruca, la casa del bagual. foto: S. Bravo

Un bagual es un animal quiere vuelve a su estado salvaje, después de haber sido domesticado, o bien nació así. Es una palabra que nació en la Patagonia, para referirse especialmente a caballos y vacas que eligieron la libertad de esta tierra para vivir, en vez de la estancia. No es de extrañar que esta condición natural salvaje persista también en otras almas domesticadas. Incluso en la de nosotros, serviles humanos al servicio de otros más poderosos o a razones y deseos que nos son ajenos.

Así lo aprendí en un primaveral viaje al norte de Chile. Acampamos en las dunas de una playa perdida de la región de Coquimbo, llamada Caleta Talcaruca. Recién amanecía, el viento soplaba recio sobre nuestra carpa. Tomábamos té. De pronto, un sonido familiar nos llamó. Vimos moverse con rapidez felina a un pequeño animal, que jugaba y conversaba con dos gaviotas que lo seguían mientras corría feliz de un lado a otro en la arena. Pensamos que podía ser un gato montés o hasta un colo-colo, pero al acercarnos casi corriendo, vimos algo aún más extraño. Era un gato como de casa, bien peludo, blanco con manchas negras, era bastante grande y lucía muy saludable para su condición de salvaje. Su amistad con las gaviotas y las águilas era admirable, se entendían a toda vista. Seguro en este lugar era fácil encontrar comida, por lo que las aves no eran competencia, y había múltiples posibilidades de refugio en las rocas agujereadas por el paso de los años que se alzaban por sobre la rompiente de las olas.

Cuando nos vio, se agazapó, echó las orejas atrás y se mantuvo quieto a ras de suelo, listo para atacar. Al parecer los humanos éramos su peor enemigo. Como no retrocedimos, en dos segundos comenzó a correr tan veloz como pudo hasta cruzar una antigua barrera que anunciaba “no entrar, propiedad de la sociedad agraria Bauzá”. Se alejó hasta perdernos, dejando a las gaviotas en la playa, confundidas por la huida de su amigo que pensó ver en nosotros al diablo. Por suerte para él, pocos humanos llegan a esta abundante caleta sin pescadores.

Colección pequeños y grandes traumas: el casette

A estas alturas se preguntarán si pasó algo feliz en mi infancia. Y si, pasaron muchos días buenos, pero ahora está más entretenido buscar con mi memoria selectiva esos momentos negros que dejaron alguna huella en mi corazoncito de niña.

El mayor bullying infantil, me lo hizo mi propia familia. Dentro de casa, era famosa por mis exabruptos o rabietas, gritos varios, reclamos por todo lo que consideraba una injusticia. Cada vez que preguntaba por qué no podía ir a tal lado o quedarme en casa de alguna compañera la respuesta era “porque no”, a lo que no había más que alegar. Con la educación prusiana y cómo eran las cosas antes para los niños, esto era lo más común. Ninguna opción para negociar.

Desde que nací fui rabiosa, durante mis primeros meses lloraba sin motivo aparente, razón por la cual los vecinos me apodaron la llorona. Aunque nunca fui la malcriada que hacía una rabieta en la calle porque no le compraban algo, si sentía todo el tiempo que nadie comprendía mis intenciones. Esta falta de empatía me llevó a pelear en exceso con mis padres y ganarme más cachetadas de las que hubiera querido, por insolente, por hincha pelotas, repetitiva, tratar de sacarlos por cansancio.

En una ocasión, quería dormir temprano. Tenía que levantarme a las 6:30 para ir a un colegio que odiaba, pero mi abuela, con quien compartía pieza, quería seguir leyendo uno de sus eternos mamotretos (del tipo “el pájaro canta hasta morir”, “lo que el viento se llevó” o la biblia, que guardaba bajo la almohada, no sé cómo dormía), por lo que tenía la ampolleta prendida. Como no pensaba apagarla, comencé a gritar como un lamento “apaga la luz… apaga la luz… apaga la luz” por unos 20 minutos. Al rato, vinieron mi madre y mi hermana y me pusieron un casette que habían grabado con mis lamentos durante todo ese tiempo.

No sé qué me molestó más, que me grabaran o que no consideraran para nada que necesitaba dormir sin luz.

Colección pequeños y grandes traumas: no tiene personalidad

No encontré el original, pero esta campaña antibullying me recuerda la otra.

Se acuerdan de un comercial del Sename en que aparecía un niño y una voz en off decía: es negao pa los deportes, desaparecían las piernas, no tiene dedos pal piano, y le borraban las manos; no tiene cabeza para las matemáticas y le borraban la cabeza; no tiene personalidad… se desvanecía completo.

Bueno un poco de eso va el trauma número dos. Cuando tenía nueve años, asistí a un taller de guitarra en el colegio, nunca tuve buen oído, pero me gustaba. Como no aprendí a afinar la guitarra, cada vez que ensayaba en mi casa, recibía gritos y reclamos de todos los habitantes (en ese momento padres, hermana mayor, abuela y 2 hermanos menores, y todavía faltaba 1 por hacer) por los desentonados sonidos que arrancaba de las cuerdas. Ante el gran apoyo familiar, terminé claudicando en el intento. Lo último que aprendí fue RunRún se fue pal norte, de Violeta Parra.

Lo mismo pasó cuando intenté ser Cheer Leader, como era la reemplazante del grupo, mi madre insistía en que estaba puro perdiendo mi tiempo. Cuando desistí, justo echaron a dos del equipo del colegio, por su embarazo no planificado (las monjas les sugerían que se fueran para no dar mal ejemplo). Aunque la razón era triste, pude haber entrado al equipo. En fin, tampoco era tan buena. Pero me pregunto ¿cuándo dejé de tener gracia? después de todo, desde antes de los 3 años participé en cuanto acto escolar se me presentaba.

También fue una lucha que me dieran permiso para participar en los talleres de cuento del concurso “Tu vida cuenta, cuenta tu vida” (93), para los que había quedado seleccionada, entre miles de participantes. En resumen, este pequeño gran trauma tiene que ver con mi idea de que mi temprana genialidad pudo haber sido mejor aprovechada. Después de todo, en mi escuela básica pensaron que era superdotada. Faltó estimular la lectura y quizás por eso soy una muy lenta y frágil lectora. Bueno, es una percepción muy subjetiva… Tal vez nunca es demasiado tarde.

Colección Pequeños Grandes Traumas: la muñeca de papel

Con mi hermana, confeccionamos cada una una muñeca de papel blanco, dibujada con lápiz mina. Les colgábamos diferentes trajes que venían en una caja de detergente y jugábamos todo el día con ellas. No sé por qué esa muñeca me entretenía mucho más que las otras verdaderas y no es que haya tenido tantas tampoco. Aunque no recuerdo su nombre, en pocos días la muñeca se había transformado en mi pequeña mejor amiga.
 
Era verano y pronto salimos de vacaciones. Fuimos a Los Vilos y realizamos la tradicional peregrinación a La Lobera, una de las primeras caminatas de mi vida, en la que cruzábamos un árido terreno, siguiendo la línea del tren hasta llegar a unos roqueríos poblados por lobos marinos. También formamos una banda de rock que se llamaba Soda Rayo, con guitarras de madera y papel, nuestro primer single era una imitación de “Telarañas”, de Soda Stéreo. Buenos recuerdos con las primas y el mar.
 
Cuando llegamos a Santiago, la muñeca había desaparecido. Mamá había considerado que era basura y la había tirado. Lloré. Madre no entendía por qué, si era muy fácil construir otra muñeca. Nuevamente me sentí incomprendida. 
 
Parece que los regresos de vacaciones nunca fueron placenteros. Otra vez el joven cuidador de la casa dejó escapar a mi mascota Mimi, una tortuga de tierra pequeñita. ¡A quién se le puede escapar una tortuga!, nos repetíamos, aunque ya era muy tarde. Ninguna mascota sobrevivió nuestra infancia, pasaron por ahí pollos que se morían de pena o se lo comían los gatos, pero nunca tuvimos perro ni gato que nos maullara. Igual éramos muchos para andar sumando alimañas.
 
Continuará…