Monthly Archives: November 2012

Apolillada

¡Puchas que salí fea en la foto! Cuek. Es una imagen de “Zoo” la película oda a la putrefacción del pintor del maestro Peter Greenaway.

Anoche soñé gusanos salir de mi cuerpo, eran pequeñitos y blancos, con un punto oscuro en la cabeza. Brotaban de dos granos que me habían aparecido en la espalda, cerca de la cintura y picaban como nada. En el sueño estaba como en la realidad, acostada en mi cama, rascándome mientras sentía las cosquillas de las larvas escapar de su nido.

Al despertar hice lo que cualquier mujer madura de nuestros tiempos haría: googlié. Sé que los significados de los sueños no se pueden sacar de un diccionario, ya que tienen directa relación con cada vida, pero lo que decía Yahoo Answers dio en el clavo. Es algo que sabes que tienes que hacer pero te da flojera y lo estás aplazando porque es fin de año, porque viene Navidad, porque la jefa que es súper buena se va de vacaciones. Y como mis gusanitos eran chicos, supongo que la cosa recién comienza.

Sigue la poda en la pega y no sé por qué me sigue sorprendiendo. Pastos buenos o malezas, da igual. Pienso que seré la próxima en el jardineo y que debería tomar la iniciativa para salvar mi enorme ego, que claramente vale más que la escueta indemnización que me correspondería. Tengo este blog vinculado a mi Linkedin así que les he dado razones de sobra para estar en capilla. ¿Deshacerlo? Sería deshonesto y ahora lo que importa es ser auténtico, ser como eres, lo que eres, be happy.

A ver que nos traen los diablos estos últimos días. Me entrego, agotada como una teta vacía, a diciembre sin un rumbo claro. No puedo dejar de hacer

Mata la vaca / vuelve/ aprende a mirar

Es viernes y estoy completamente agotada. Gasté ayer todo el poco de  energía que me quedaba aplaudiendo al talentoso José González. Este post hay que leerlo después de hacer click en la página de José y escuchar su música como banda sonora… Es raro que no tenga canciones en español, se las vamos a cobrar (amigos de joselo, pasen el dato).

Parece que el cansancio se me torna en rabia, pena y desolación. El problema, me decía el argentino, es que la gente no está motivada. De ahí me contó de la vaca. ¡NO es lo que piensan! Jeje, nunca tan engrupidor. Es una parábola entretenida de un libro de autoayuda que se ha repetido bastante, pero tiene algo de cierto y es que realmente te tienes que  enojar contigo, de lo contrario nunca podrás ver más allá y seguirás diciendo  “es lo que hay”.

Soy  inconformista y estoy furiosa. La rabia me raspa la garganta , aflora por aquí y por allá en reclamos equivocados a personas equivocadas. Estoy lista para degollar a esa rumiante famélica. Me pregunto ¿cuándo llegará el momento de estar en el “right track”?

Algo parecido es lo que hablamos el otro día junto al mar. Mario lanzó una oración hiperbólica y sabrosa que anoté suelta por ahí: “volver a aprender a mirar”. tenía que ver con salir de nuestro contexto citadino, con el ejercicio de volver hacer algo que habíamos abandonado (para él dibujar, para otros escribir o nadar); vernos -como en ese día- obligados a estudiar las imperfecciones de las olas, a veces toninas, otras lobos de mar, buzos o buques, y ajustar la vista. Pero mientras los ojos se acomodan a los nuevos escenarios, cuesta sentirse seguro, afirmarse.

Una vez de pie, aunque todavía no distingas bien la dirección y pareciera que las cosas van lento, date cuenta que es al revés: ¡todo en el mundo está cambiando más rápido que nunca y yo todavía no logro asesinar a esa “vaca desgraciada”!

gracias José González

La explotación del proletariado y mi comunismo recalcitrante

Más porfiada que mula.

Lo siento Camila, realmente no soy comunista, aunque muchas veces lo parezco, pero si soy recalcitrante. Este lunes pensé que me echaban del trabajo por defensora de los pobres o presentaba mi renuncia debido a mi intolerancia con la explotación del proletariado.

Y es que no entiendo -peor que mula- cuando alguien no entiende la ecuación trabajadores felices=mejora de la rentabilidad=crecimiento sustentable=sigue haciéndote millonario pero con una empresa más feliz. Quién me manda también, pero no puedo evitarlo. Aunque mi esquina esté bien, está en mi naturaleza el empatizar con las causas nobles. Si alguien hace un buen trabajo, un trabajo difícil, merece una gratificación de acuerdo a su responsabilidad y al mercado.

Por ahora no me largaron, ni me largué, pero antes de este altercado me mandaron a guiar. No lo hacía desde el Paine y fue una buena experiencia, que te hace valorar el trabajo de todos los que se ganan la vida haciendo que otros pasen un momento agradable y comprendan por un minuto la intrincada geografía de la idiosincrasia chilena, que no proviene de idiotas sin gracia, aunque algunos podemos llegar a ser unos desgraciados incomparables.

Idiotizados por la tele, solidarios sólo para la Teletón, ciegos ante la injusticia cuando no nos toca a nosotros.  Y allá va y allá viene, como dice la canción.

Pero los días se vuelven rocas que vuelan pendiente abajo. ¡No puedo creer que ya se acaba el año! Estoy tan cansada e hiperventilada que me pesa el corazón, se me llenan los ojos de pelusas y mi voz se pone rasposa porque me dedico a hablar todo el día, con algunas personas interesantes, simples transeúntes, desgraciados, egoístas, locos, vende patrias, chinchineros, mentirosos, estafadores y gente bien, un poco de todo para nada. A ver si se queda algo de lo que grito, a ver si el tiempo me da la razón y dejan de considerar a la gente como pasto, que si lo corto sale otro y da lo mismo. Más cuando sabemos que los que entienden no son tantos y que hay que cuidarlos. Que a fin de cuentas no importa lo que creas, hay que respetar a todos porque incluso el idiota tiene un corazón, que no es ese “puro” embustero que nos venden en las 24 horas de amor.

Recuerdos de cuando miraba el suelo

Foto: Samuel Bravo

Tenía 13 años y era una pendeja rabiosa y genial. Siempre pensaba que algún día estaría en la cima (no sé en cuál) y miraría hacia abajo a todos los que me habían despreciado, obstaculizado, discriminado, etc.

Salía del convento y me iba caminando por la Gran Avenida con Caro hasta el paradero 25, en la intersección con Américo Vespucio. En la esquina había un supermercado Cosmos (que quebró un par de años después). Me iba todo el camino mirando el suelo. Veía las veredas sucias, uno que otro escupitajo cada dos metros. No sé quien les enseñó a esos chilenos que era de buena educación tirar “pollos” en la calle. Fuera del dato asqueroso, me gustaba mirar al suelo, tal vez inspirada por lo poco atractivo del entorno. En este corto trayecto, lo único menos feo era el edificio municipal en la vereda del frente, una casona antigua, pintada de blanco.

Siempre iba así con el seño fruncido, concentrada en quizás que pensamiento. Por esa época había descubierto algo que nadie me podía prohibir, algo natural que me llevaba a lugares nuevos, algunos tenebrosos, otros más bellos que la realidad circundante.

Pienso en lo que decía Samu el otro día frente a la playa de Algarrobo, que hay tiempos para sembrar (arriesgar) y otros para cosechar. Por tanto, no vale la pena perder el tiempo en asuntos que nada tienen que ver contigo. Que los jóvenes sabemos cómo hacer las cosas, pero los mayores saben qué funciona, lo que hacer necesario aprovechar estas décadas para luego hacer de la mejor manera este tránsito del hacer al pensar.

Por eso, me dibujó una sonrisa que en otro contexto hoy volví a escuchar eso de que si tienes algo y no lo das, nada vas a recibir. Si tienes una semilla en la mano que no sueltas, nunca va a germinar. Esto, a propósito de enseñar o compartir tus conocimientos.

Y me quedo pensando si he sabido sembrar, si todavía queda tiempo, dónde estará esa tierra fértil para multiplicar historias y parábolas que me trae copiosa la brisa marina.

La Mckay y la vida en el convento

ImagenAl terminar 1990 ya estaba completamente adaptada al convento. No es que fuera a postular a monja, si no que estudiaba en el colegio que además albergaba a las salesianas. Me dediqué a las actividades extraprogramáticas. Hice gimnasia rítmica y por casualidad llegué a la biblioteca, donde la sureña profesora de castellano que la manejaba me convenció de sumarme a su taller literario. No me acuerdo cómo fue que descubrimos la veta, pero ahí estaba la facilidad para entender y disfrutar la prosa, la poesía o los cuentos. La Charito me introdujo en el mundo de Julio Cortázar y después de leer “La continuidad de lo parques”, no pude parar. Aunque debo admitir que nunca terminé de leer su intelectual “Rayuela”.

Empecé a escribir el 92 y descubrí que me agradaba. Escribí cosas que me soplaba el viento y que luego me decían estaban calcadas de no sé qué otra historia que nunca leí. Mientras en clases nos hacían leer libros aburridos y tediosos, en el taller leía lo que fuera, pero mucho más entretenido, además me hice adicta a la Zona de Contacto, razón por la que fui expulsada de la clase de Física en más de una ocasión.

Con mi amiga Carolina fundamos la primera revista clandestina del colegio y quien sabe si habrá sido la única. Se llamaba la McKay, por el slogan de las galletas “más ricas no hay” que algunos estudiantes picados a gringos habían usado también para bautizar alguna incierta pandilla, muy lejos del cuicón colegio MacKay que no tenía nada que ver con todo esto.

El arte estaba a cargo de Eli Coppo, las letras a cargo de Caro y yo. Poníamos letras de canciones, había una chu-editorial (por lo chula/flaite), una explicación de noticias como la revolución zapatista, una página de chistes y una página de pelambres del colegio. Ahora la leo y me parece bien escrita. Era un pasquín fotocopiado, que repartíamos por todos los cursos, lo que nos hizo algo “populares”. Con las jugosas ganancias, nos alcanzaba para comprar un completo que nos comíamos en 5 minutos y quedábamos felices.

Creo que fue una de las pocas cosas buenas que hice en el convento. Como todas las cosas buenas, tenía que acabarse. Intentamos hacerla oficial y eso la mató. Nos autocensuramos, caímos y traicionamos el espíritu de nuestra McKay, que nunca volvió a producirse.

Más del Paine

Los cantos de las aves acarician mis músculos doloridos. El 26 de septiembre del 2011 fue un día único. El sol calentaba y los vientos se guardaron para salir otro día. Subimos al mirador del Cóndor y Gino me tomó esa foto posada tomando el sol que publiqué en la primera parte de este capítulo.

Me habían dicho que no tendríamos más de cuatro días como ese en la temporada, así que lo aproveché al máximo. Hacía tanto calor que entré al río Paine, que pasaba justo detrás de nuestra casa, y salté de vuelta a tierra lo más rápido que pude.

Ese día caliente y calmo al comienzo de la primavera fue el primer indicio de un verano seco, de inusuales altas temperaturas y vientos traicioneros, que saldrían sólo una vez iniciado el incendio masivo a fines de diciembre.

Horas antes que encendiera, salí agotada rumbo a Santiago. Cuando leí la noticia pensé que lo controlarían, pero me equivoqué. Cuando el turista prendió la mecha, los guardas negligentes hicieron todo mal y el viento salió de su escondite para soplar como nunca en toda la temporada. De ahí, el caos. Me enteraba a pedazos por las noticias que me daban mis amigos evacuados desde Puerto Natales y las noticias que iban tiñendo de rojo un paño cada vez más grande en el mapa del parque.

No quería volver. Pensar en los senderos verdes escondidos entre Paine Grande y el valle del Francés arrasados me daba rabia. Como para el último terremoto, que preferí no ver, escuchar, ni sentir, insensible a la desgracia de Chile. Sobre todo insensible a la palabrería y a la lágrima fácil promovida por los noticieros en todos sus formatos.

Al mes reabrieron el parque, aunque todavía se veían fumarolas cerca de la estancia El Lazo. Después los de SNPS le dieron el palo al gato con sus ñirres y la campaña del año: planta un arbolito en el parque. Corte y las marcas donando árboles por miles, las transnacionales blanqueando su imagen y los pobres cristianos dando sus dos lucas por un árbol que no sabemos si se va a afirmar o no, si el viento lo dejará vivir, si realmente Google Earth mostrará realmente tu arbolito el próximo año o si la página de Reforestemos Patagonia te llevará al error 404.

Volver a pisar cenizas donde hubo árboles fue difícil, aunque el parque todavía tenía mucho que ofrecer. Y el fuego me dio otro motivo para seguir reclamando. Como me dice el kine que atendió mi muñeca, si no hubiera reclamado por atenderme cada vez 20 minutos tarde, él no llegaría tarde. Claro, el problema es mi pensamiento negativo. ¡Partiste!, de vuelta a leer “El secreto”. Na… mejor me acuerdo de cuando caminaba a tomar la micro a la vuelta del colegio, mirando el piso y todas las asquerosidades que se pegaban a él.

Capítulo otro: El Paine

¿Cómo es que una mujer con estudios universitarios se va a trabajar por 2 chauchas de guía a un Parque Nacional? Lo bueno es que no era la única. La mayoría de las guías tenían otras profesiones: diseñadoras, profesoras y economistas/ambientalistas. Todas en busca de esa conexión con la tierra, una conversación con la madre.

Un año antes guardé el anuncio de una convocatoria parecida. Esta vez tuve el empujón que necesitaba, Samu se iba a trabajar a la Patagonia, mi jefe me ofreció la libertad de común acuerdo y me aceptaron en la escuela de guías del Salto Chico (no hay para qué hacerle propaganda).

No alcancé a arreglar bien mis asuntos. La casa quedó rentada a unos amigos que cuidarían a Gatísimo y con la indemnización bajo el brazo, tenía cierta holgura para irme a la cresta.

Punta Arenas me recibió con un día de invierno despejado, sin nubes en el cielo, cuatro grados bajo cero, la brisa fría en la cara. Desde el avión se veía la punta del Fitz Roy escarchada. La noche fue aun más sorprendente, con una luna llena inmensa que iluminaba un estrecho de Magallanes profundo, disfrazado de calma.

Nos trasladamos a Puerto Natales y luego al Parque. La escuela de guías fue como vivir de vacaciones. Las primeras semanas fuimos tratados como viajeros, de ahí tendríamos que concentrarnos en aprender las rutas y otras informaciones sobre el parque, además  de soportar tener sólo 2 días libres cada 15 por casi 3 meses, lo que no estaba en los planes y reclamé hasta que me dio hipo porque parecía demasiado buen negocio lo de la capacitación pagada, pero nos cambiaron los 15×5, que ya eran lo suficientemente extenuante, por un 15×2 de castigo para novatos.

Me torcí un pie en la ruta más fácil, el mirador del lago Grey. Esguince leve dijeron los de la ACHS, tres días de licencia. ¿Cómo volver a caminar con el pie dolorido? Miedos de lesiones pasadas vinieron a mí. Supliqué por más días de descanso. De vuelta en el parque, me regalan un par de días más.

Voy al río Paine y le pido que me cure. Un viento dibuja suaves olas en mi playa. El ruido llega con palabras arrachadas. Hundo el pie por cinco segundos en las aguas gélidas. A pocos metros una pareja de quetrus se acicala al sol.

Creo que este lugar puede ser mi casa por un rato, así que le pido al Paine Grande que sane y renueve mis pies para recorrer sus senderos, cerros, pampas.

El vocabulario completo dormido en mi carne balbucea sin sentido, esperando que las aguas vuelvan a perder su calma, se arrebaten y rompan con su fuerza el silencio glaciar de mi pluma.

Capítulo Paine  -> continuará

Colección pequeños y grandes traumas: el convento

Foto de curso ¿92?

A raíz de la respuesta que me refirió un roedor amigo, decidí proseguir con la narración de traumas infantiles varios. Para cerrar la otra historia  escolar, les cuento que al profesor bueno pa’ la talla lo echaron porque le pego una cachetada “en broma” a un alumno de otro colegio en Pirque y al alumno no le hizo gracia.

Corría marzo de 1990 y digo corría por la celeridad de esos tiempos, habíamos pasado de la guerra del SI y el NO (para más detalles ver NO, la película), después llegaba la alegría pero parece que se arrepintió. Independiente de la challa, los niños igual teníamos que ir al colegio. Y justo ese mes, a último minuto, me trasladaron al María Auxiliadora de La Cisterna, hermano pobre (flaite) del otro de Av. Matta. Me alistaba a volver a mi colegio roñoso, claro que mis planes no tenían preocupados a mis padres, que sin comentarme hicieron no sé que movida con mi tío inspector del ministerio y me consiguieron un cupo en el convento. Esto justo un día antes del comienzo oficial de clases, al inicio de la década que vio crecer al indie rock.

Día 1. El lugar era intimidante, una casona antigua, fortificada con alambres de puas y rejas, a prueba de escapes. Padre me acompaña. Hablan con la monja jefe. Voy al 7°A. La sala funcionó antes como una de las habitaciones del convento, una construcción de madera, que un par de años después fue demolida. Los largos salones, terminaban en un salón más pequeño donde guardábamos los útiles de aseo, que luego tenían un corredor final que comunicaba con la otra sala y donde sólo entraba la monja. Después me contaron que estas salas eran el lugar predilecto de las alumnas para jugar a la huija y hacer espiritismo con un cuaderno y una tijera. Hasta invocaban a Jim Morrison.

Sor Teresa era una de esas religiosas antiguas, 300 años por lo bajo. Usaba un cubre pelo blanco como de la inquisición, que le hacía lucir sus múltiples arrugas y un gran lunar de carne en la mejilla. No le gusté de entrada. Me pidió que alargara el jumper y después hasta me amenazaría “en broma” con bajarme de curso (porque estaba un año adelantada).

Volvamos al día 1. Estaba odiando esta nueva situación y a la profe no se le ocurre nada peor que hacer que nos presentemos. No tenía nada que contar, ninguna afición. Tuve un pensamiento extraño. Si no me adaptaba, tal vez podría volver a la comodidad de mi escuela mixta. “Soy Cristina y mi hobbie es sacarme puros 6 y 7”. Con eso logré que me odiaran. Lo que no funcionó fue mi teoría de lograr un fácil escape del convento, sus reglas y sus monjas jefes.

Día de vivos en el valle Las Arenas o cajón del Arenas

Foto: Samuel Bravo

Soy una pésima montañista, aunque he intentado serlo en forma persistente durante los últimos 7 años. Al parecer carezco por completo de las habilidades necesarias para ser una excursionista seria. Me cuesta levantarme temprano, demoro horas en armar mi mochila, soy tan miedosa que escalo sólo en top  y puras rutas fáciles, siempre me quejo de los difíciles que son las huellas de caminata más comunes (sobre todo esas que no son realmente un sendero) y termino dedicándome más que nada al campismo, a pesar que heredé piernas de escaladora.

Inconstancia. Paso de estar entrenada a periodos extensos de sedentarismo. Después de unos pocos meses en el Paine estaba lista para subir y bajar lo que fuera. De allá me gustaba la seguridad de los senderos, porque sumado a mis otros tantos defectos, nunca he sido buena para orientarme. Ahora nuevamente disfrazada de oficinista y con una crisis de sopor invernal he perdido mi estado físico.

Libertad. Dejando de lado todos estos magnificados “peros”, internarse en Los Andes es una afición difícil de dejar. Siempre busco volver al ritual de dormir cuando llega la noche, despertar al alba, caminar unas pocas horas hasta contemplar con fascinación esas cumbres imponentes, elevadas hasta pinchar un cielo inmenso, ilimitado, sin interrupciones.

Una dormilona de penacho rojo me visita mientras escribo tendida en una roca. El sol pega fuerte en el Cajón de Las Arenas, que algunos llaman del Arenas por el cerro que le da ese nombre. A unos metros Edu y Samu prueban unas nuevas rutas deportivas instaladas cerca de la Pared de Jabbah. Al frente, unas nubes fantasmas se acercan al cráter del Volcán San José que lleva tres días completos despejada. Pienso que hubiera sido un día ideal para intentar su cumbre manchada por las historias de las cruentas ventiscas sempiternas que barren su corona rala.

Hicimos la tradicional peregrinación al Glaciar colgante El Morado y también recorrimos la pared llamada Diedro del Mai o Piedra Marina. Desde arriba se podía ver también parte del valle de la Engorda, lugares muy visitados por los caminantes y campistas, que podrían verse afectados por las faenas de Alto Maipo (aunque nos digan que no es así).

Dormimos en el famoso Choriboulder, que cada día tiene más sitios para escalar, y antes que se acabara el día nos dedicamos a escuchar las avalanchas que soltaba el cerro Arenas sobre sus faldas. Como era día de muertos, vivos y evangélicos, juntamos todos los feriados e hicimos un combo 4. Así que llegaron familias completas, escaladores, unos pachamámicos con sus trutrucas (sonaban peor que vuvuzelas), ciclistas, perros con y sin pulgas, motoqueros a celebrar con todo a la cordillera. No podía quedar fuera.