Monthly Archives: February 2013

Pequeños Grandes Traumas: casa cerrada

Ruth ¡ídola!

Ruth ¡ídola!

Continuando con los recuerdos de cuando miraba el suelo, me acordé de mi difícil paso por la adolescencia ¿acaso no lo es para todos? Lo bueno es que tenía con quien compartir las desventuras. Mi hermana dos años mayor y la prima regalona, conocida por sus rutinas de stand-up comedy que solo repite para los amigos y que en la práctica era otra hermana más, pasamos muchas noches medio deprimidas, conversando, viendo MTV (cuando pasaban música y de la buena) con Ruth Infarinato y el programa “Nación alternativa”, porque no teníamos permiso para salir.

La única forma de cruzar la frontera era ir a comprar a la esquina, lo que no era un paseo realmente. Al parecer, mis padres creían que el entorno era un tanto peligroso, por los robos tal vez y porque los vecinos no eran todos de lo más “pitucos” (refinados). Un día nos hicimos amigas del cabezón Erick y el gordo conversando a través de la pandereta y terminamos hablando arriba del muro hasta que abuela salió a espantarnos acusándonos de casquivanas o algo por el estilo. ¡Teníamos 12! Jajaja

panderetaAhí comenzó la batalla por el permiso para dejar la fortaleza y asistir a alguna fiesta en el colegio de niñas, de donde nos recogían justo a la hora en que empezaba a llegar el público. Fue por esa época que decidí que me iría de casa apenas pudiera (me demoré 10 años, igual la hice larga, pero ni tanto). Las peleas eran siempre las mismas, para nosotras el problema era básicamente que no nos dejaban hacer amigos, para ellos que las personas son malas, que no se puede confiar, etc. Y nos tardamos al menos un par de años en que ese elástico comenzara a aflojar y entendieran que no teníamos ánimos de volver con novio y bebé a cuestas en los próximos muchos años. Hay que entender también que cuando nací mis padres tenían apenas 20 años y fui la segunda… Cosas no tan bien planificadas que pasaron a finales de los 70, la década del amor libre que murió en Chile con la represión militar. Esas fueron las consecuencias del toque de queda. Para nosotras el “toque de queda” familiar siguió existiendo por al menos un par de años y ya en plena democracia.

Los inadaptados

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Estuve en casa de Fabi poniéndonos al día, arreglando el mundo, etc. Le cuento que las cosas están bien, a pesar de seguir sintiéndome absolutamente incomprendida por todos. “Pero eso está perfecto”, me dice ella, “es que eres distinta”. ¡Qué mágica forma de ponerlo! Igual sentí su instinto maternal de la misma forma que mi madre me decía “y qué te importa lo que digan o hagan los demás”. También tiene razón, soy diferente. No quiero seguir a las masas y seguir viviendo de la rutina. Algunos dirán que estoy tocadita o derechamente lunática, totalmente perdida, loca de patio, hipersensible, iracunda. La cosa es que no estoy en la banca de los evolucionados ni tampoco en los que se quedaron, estoy al medio o en ningún lado.

Por eso, estos días busco refugio en historias de inadaptados, outsiders, misfits. Fui a ver “El lado bueno de las cosas” y me gustó, por las personalidades al límite de sus protagonistas, que construyen una historia loca y romántica. Después, gracias a Super45 me topé con el documental de Pitchfork sobre el making of de los dos primeros álbumes de Belle and Sebastian: Tigermilk y If You’re Feeling Sinister, que me marcaron y me emocionan hasta hoy.

Stuart habla de cómo cada canción es una historia, hechos de la realidad que se transforman en un mundo nuevo, aparte. Antes de armar la banda, Stuart pasó varios años tratando de recuperarse de una extraña enfermedad neurológica, conocida como encefalomielitis miálgica o síndrome de fatiga crónica, cuyas causas se desconocen. Dicen que lo sanó un curandero (Wikipedia). Para mí que lo salvaron las canciones. Y él confiesa que su composición en esos primeros años (95-96) fue copiosa. Las canciones de esos discos fueron escritas en muy poco tiempo, como si las letras hubieran pasado todos esos años de enfermedad esperando ser rescatadas.

Me pregunto dónde están las historias que guardo, que todavía no claman por ver la luz. Cuándo saldrán o es que ya comenzaron y esto no es solo chimuchina y revoltura.

Broken

perks-of-being-a-wallflower1Escribir sobre mi infancia es un ejercicio que me acerca cada día más a la rabia. Y este viaje al encuentro de mi motor creativo resulta agotador. Hay ciertos pequeños grandes traumas que pugnan por florecer a pesar de estar sepultados por décadas de olvido y autodefensa. Mi irritabilidad está rosando los límites de lo socialmente permitido y ahí es cuando pienso que me haría bien gastarme dinero que no quiero en retomar la relación con mi sicoanalista jungiana. Al menos eso sentí casi al final de la película “The perks of being a wallflower” (“Las ventajas de ser invisible”) cuando me fue imposible contener las lágrimas.

Si no sabes de qué va, pensarás que es otra película adolescente de high school gringa. Esta vez es una especial, basada en una novela epistolar, donde el protagonista Charlie escribe cartas a su amigo. Él es un chico freak, un marginado, que encuentra su hogar con algunos otros en su misma condición. Algo que me parece bastante conocido. Creo que los más grandes amigos de mi vida han tenido la característica de estar marcados de alguna forma por ese signo. Algunos se perdieron en los humores de la bipolaridad y los dejé partir, otros siguen junto a mi, aunque a diferencia de los personajes en la película no todos saben realmente por qué están quebrados, menos yo que sigo buscando entre las ruinas de borrosos recuerdos.

Más recuerdos me trae el ver a Pali García sosteniendo un Oso de Plata. Ella probablemente no me recuerda, pero en uno de mis tiempos más creativos, asistí junto a mi propia tropa de outsiders a un taller de teatro liderado por ella en Balmaceda 1215. Abandoné antes de terminar, pues la actuación nunca fue lo mío. En esos años ella era una seca que nadie reconocía, tal vez ni siquiera el grupo de pendejos que tuvimos el honor de recibir sus instrucciones. Ese fue el último de los cursos que compartimos con los “The rolling people” (así nos llamamos cuando inventamos una delirante diaponovela). Estuvimos algunos años juntos y luego cada uno tomó su camino, sin nunca conversar sobre los eventos que nos hicieron completamente especiales.

El día que encendí la cocina

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Dibujo dedicado a Iga y Ro. También se agradece la colaboración de los primos Karen, Paz y César.

No fue taaan así. Estábamos de vacaciones del cole, dos de mis hermanos y yo (el más chico no pensaba nacer todavía y la mayor estaba en su gira de estudios). Como a las 11 de la mañana decidí poner a calentar un tarro de Nescafé de esos chiquiturris que tenía relleno con cera para depilar y dejar de parecerme a los autorretratos de la ídola Frida Kahlo. Lo dejé y fui a la pieza de mis padres donde acostumbrábamos pasar la mañana viendo tele, echados en la cama matrimonial. Ese día veíamos “Rugrats”, que aquí se llama “Aventuras en pañales”, y daban un capítulo tras otro. Era un 21 de diciembre, lo recuerdo porque era el cumple número 9 de mi hermano Igario (aka Ignacio) y habíamos invitado a los primos para celebrar mojándonos en la pelo-pincho familiar (piscina plástica). En algún momento dieron comerciales y nos pareció el momento justo para ir por algo de comer.

Nos paramos los tres juntos y me adelanté para abrir la puerta. En ese preciso segundo quedé sin aire: C-O-L-A-P-S-O. Nube de humo, paredes teñidas de negro, con algo como telarañas negras en los extremos, lo más cercano que he visto al infierno. No habían llamas, así que apagué el gas y vi una mancha café en un costado del mueble, que por milagro no prendió. Gracias melamina.
“¡Me van a matar!”, gemí y lloré pensando en el reto que me esperaba. Ignacio y Ro me vieron tan afligida que por primera vez en sus vidas tomaron voluntariamente esponjas y paños para ayudarme a limpiar. Las paredes estaban cubiertas por una pegajosa capa de hollín  La ceniza plástica también había cubierto la vajilla y los alimentos de la despensa. Hicimos una mezcla de detergente, cloro y todo los líquidos de limpieza que encontramos. Después de dos pasadas, los muros todavía se veían gris oscuro. Llegaron los invitados y se sumaron también a la cruzada por arreglar el cagazo del año. Entremedio llamó la Pati contando que la habían retado por salir sin permiso durante la gira de estudios. Por lo menos, no sería la única sermoneada.

Finalmente, logramos que el color original de las paredes se convirtiera en un blanco invierno grisáceo y nos fuimos a descansar. Llegaron mis padres y en vez de los gritos que  esperaba, se alegraron porque nadie salió herido y no quemé la casa completa. Quizás fue porque era cumpleaños de Igario, la cosa es que ¡fiiuuu! salvé y a pesar del arduo trabajo conjunto del batallón antihollín seguimos sacando bolsas de azúcar y vasos manchados durante varios meses.

Colección pequeños y grandes traumas: Villa Trinidad

trinidad001Tenía casi 3 años y mis padres decidieron ir por el sueño de la casa propia. Eso fue en 1982, por lo que imaginarán que no fue tan buena idea. Se encalillaron (endeudaron) hasta las masas y ¡en UF!, justo antes que la famosa Unidad de Fomento se fuera a las nubes. Tuvieron que repactar la deuda en tres veces su valor y terminaron de pagar cuando sus hijos ya estaban en la Universidad. Como dice Condorito, ¡plop!

Llegamos con todas las esperanzas a cuestas a vivir a nuestra pequeña casa de ladrillos de tres dormitorios en La Florida, “emergente” comuna que en esos momentos no era una de las más pobladas de Santiago y tenía más parcelas y terrenos baldíos que “villas” nuevas.

A los pocos meses, un campamento se tomó los terrenos de atrás y empezaron los problemas. Ni pensar se podía porque los angustiados te robaban hasta las ideas, los colgantes feos estilo macramé hechos en la clase de técnicas manuales, las plantas, la bicicleta, los patines, la tortuga, el choapino, prácticamente todo.

A los vecinos de atrás los tenían de caseros, por lo que muchos abandonaron sus casas, lo que les facilitó el paso a los malandrines. La mía colindaba con la plaza de juegos, por lo que era el blanco perfecto para salir de caza. De vez en cuando, nos hacían unas visitas cariñosas: chao tele en colores y reloj despertador.

[Seguro que esta historia ya la conté pero ahí va de nuevo –>] Un día oímos dos disparos al aire. Habían pillado a uno con las manos en el botín y, en su fuga, el ladrón que con suerte tenía 20 años decidió pasar a echar la talla. Como cayó en el tendedero, agarró las pilchas que pudo, incluyendo mi roñoso polerón favorito que tenía una Olivia de Popeye dibujada. Mi madre salió y le tiró un par de platos con pésima puntería. Pero cuando se acercó a ella, en vez de huir, lo esquivó y lo tomó del cuello de la chaqueta de cuero y empezó a darle patadas mientras lo tapizaba a chuchadas. “Qué te creís CTM” fue lo más suavecito que le dijo. Pero el tipo logró zafar y cual atleta olímpico saltó de un brinco el portón negro de 2 metros que lo separaba de la libertad.

El lado bueno de la historia es que nunca tuve oportunidad de ver a un ratero más de cerca y por suerte no estaban armados como ahora.

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Colección pequeños y grandes traumas: los niños de África no tienen qué comer

Gentileza de es.123rf.com

Gentileza de es.123rf.com

Cuando era niña los adultos tenían la muy mala costumbre de obligarte a comer en horarios y momentos en que probablemente era imposible tener una pizca de apetito. Lo peor era cuando te torturaban para que dejaras el plato vacío.

En los 80 mi mediodía transcurría muchas veces igual, como en “El día de la marmota” (“Groundhog day”). Estaba sentada en la mesa y sabía que sólo faltaba una hora para ir al colegio. Estaba sentada dándole vueltas a un plato de tallarines con salsa boloñesa mientras en la radio cooperativa sonaba SIN-CE-RI-DA-AD es el nombre que encontré para ti. Lo que para mi es igual a las notas de una película de terror.

Incluso de bebé me tenían que engatusar con trozos de jalea y otros para que tomara leche. Después de muchos años escuchando argumentos como “los niños de Etiopía se mueren de hambre”, desarrollé tácticas ninja como devolver el contenido del plato a la olla sin que lo notaran o derechamente tirarlo por el WC. Y después podría imaginarme a unos ojos negros inocentes mirándome con cara de condena.

Entre otras torturas varias, recuerdo a mi abuela golpeando la mesa con una correa de cuero o persiguiéndome por la casa para que volviera a sentarme. La tortura tocó fondo en un episodio del que no tengo recuerdos, pero mis primas aseguran que ocurrió así. Cuentan que ese día estuve batallando más de lo habitual con un guiso de zapallo italiano y en castigo madre me obligó a tragar una cucharada después de haberla regurgitado. No sé si será del todo cierto en todo caso (y espero que no hayan estado comiendo mientras leían el episodio).

Y es que en mi familia –como muchas otras en Chile- tienen una fijación con la comida. Es la forma oficial de entregar cariño. Entonces si no comes es que estás rechazándolos, te enojaste o te atacó alguna rara enfermedad. Me extraña que no nos veamos como los humanos de Wall-e.

Lo peor es que de grande se me pasó lo mala para comer y, como dice Felipe, me pasé diez pueblos de pura gula. Ahora como si tengo pena, sed, estoy aburrida, nerviosa o feliz. Tal vez por eso el médico me mandó a hacer dieta. Parece que los pasteles, chocolates y otras grasosas delicias han hecho estragos en mi hígado y han seguido indignando mi colon .

Máquina de escribir

Mi reliquia. igual la vendo :P

Mi reliquia. igual la vendo 😛

Apareció en casa durante el 92, cuando descubrí que tenía un don con las palabras. Impulsada por la profe de castellano con nombre de cantante lírica (Cristina Gallardo) y con la ayuda de Charito,   bibliotecaria que armó el taller literario en el colegio, escribí un ensayo para un concurso nacional sobre Vicente Huidobro. De verdad que esto de escribir poemas para cualquier lado, hacer dibujitos y creerse dios me dio vuelta el mundo. Lo encontré el tipo más creativo e inteligente que había leído. La verdad es que había leído muy poco para mis tiernos 13 años. Entregué el manuscrito de mi puño y letra y la profe se encargó de tipearlo. Al ensayo le fue bien, saqué el segundo lugar. Por eso, decidimos que era necesaria la adquisición de la máquina bendita, que dio vida a un par de cuentos que también fueron reconocidos. También en ese tiempos me transformé en una máquina de escribir.

Mi tía encontró un manual viejo de dactilografía y me lo pasó para que practicara. En una par de semanas era bastante hábil con el duro teclado. La máquina que, con su maleta contenedora, debe pesar unos 10 kilos me sirvió demasiado, tanto que casi se le acaba la cinta, repuesto que difícilmente se podía encontrar en el comercio. La conseguimos en el persa Bío-Bío, tal vez eso fue lo que me obligó después a olfatear la historia de ese mercado de las pulgas capitalino. Una historia que da más que para un post.

La máquina de escritorio tiene en su espalda la leyenda “Olympia Werke AG. Wilhelmshave. Made in Germany” y fue una de las versiones modernas de SG3 de la marca que se mantuvo como una de las últimas de occidente en fabricar los ya obsoletos cacharros. En abril de 2011, cerró la última en Bombay.

En los 90 un computador todavía era un objeto inalcanzable para la clase media baja de Santiago. Probablemente ni siquiera me había enterado de su existencia. Cuando entré a la U, todavía mantenían un cuarto de máquinas de escribir que ya nadie utilizaba. Al año siguiente, 1997, después de una huelga global, fueron reemplazadas por computadores con conexión a internet donde creé mi primer correo electrónico y una cuenta de ICQ, algo que ahora suena tan antiguo como las tipeadoras.

Todavía la conservo. Aunque nunca más la usé. Siempre las he encontrado románticas, en especial las más antiguas. Me traen recuerdos ancestrales sobre tiempos en que escribir siempre estaba ligado al olor del papel y la tinta.

Los tomates de mi vida

tomatitos

Tomates de mi huerta 2013

Esta temporada tengo en mi jardín lo más aromáticos, sabrosos, multiformes y hermosos tomates.

Cuando los plantamos (por octubre) no imaginé que crecerían tan perfectos. Mientras me doy un atracón con panes untados en gazpacho hecho con la cosecha Santiago 2013 pienso en los otros mejores tomates de mi vida.

Ancud 2003. Los conseguí de una carreta con una pila roja y madura que no tenía más de 2 días de vida útil, el cartel anunciaba $200 el kilo (menos de medio dólar). Gracias a ellos logré una salsa natural de tomates, aderezada solo con sal y pimienta, inolvidable. Algo que tampoco olvido fue la batalla que nos dio la cocinilla, una de esas que se pinchan al balón. Pero al final, una buena comida al aire libre siempre vale por dos.

Barcelona 2008. Salí del museo de Picasso hinchada de arte e historia, con una ceja arqueada para estar a la altura de intelectual desde mi ignorancia y me propuse perderme por los corredores del barrio gótico que estaba cerca. Mis tripas reclamaban comida, cuando tropecé con una “picada”. Me senté en unas sillas maltrechas, junto a una mesa cubierta por mantel plástico y pedí un gazpacho. Por 1 euro, disfruté cada sorbo del vaso. Aunque lo intenté, nunca pude igualar su receta.

Gatísimo contra el mega guarén

Gatísimo vs Mega Guarén, x Krista

Gatísimo vs Mega Guarén, x Krista

Gatísimo es un gato gordo. Ha sido acusado reiteradamente de guatisimo, obeso, mórbido, embarazado, grasoso, cilíndrico y otros epítetos que me da pena reproducir porque el pobre solo es panzoncito y si… tiene un problema de sobrepeso, pero vamos, quién no tenga algún problema con su envergadura que tire la primera piedra.

Nadie imagina que además de pasarse gran parte del día echado bajo la sombra de un parrón o de una silla, tiene una vida activa. Los hechos hablan por si solos. Ha llegado con un magullón en su lomo, perdió totalmente el cuero cabelludo y tiene un pelón en forma de  medalla justo en la espalda.

Su adoptada (que a muchos les gusta llamar dueña) se preocupa y lo corretea para mirar qué fue. Entonces, el gato se escabulle hasta el patio, donde lo esperan tres de sus amigos. Están en un círculo casi ritual. Hay tanta solemnidad que la “responsable” de la mascota vuelve a su pieza para cambiarse tenida, pasa al baño a retocar el maquillaje y pone cara de drama para que los demás invitados no se espanten. Si algunos de ellos la reconoce, la recordará mangueriándolos para que no depositen sus desechos en la huerta, gritando como desaforada o aplaudiendo para espantarlos.

Sigilosamente, se acerca a la ronda. De lejos distingue casi nada, porque se ha quedado medio cegatona, pero se refriega los ojos queriendo ver mejor. En el centro se divisa un algo café. Sigue avanzando y ahí está. Peludo, paralizado, aceitoso e inmundo: el mega guarén.

“¡Es gigante!”, piensa la seudo dueña y se muerde la lengua para no espantar a los amigos del gato, que lo miran con admiración. Era evidente, los convidados estaban ahí para apreciar la proeza de nuestro redondo amigo, que miraba frente en alto mientras los demás lo elogiaban a puros miau, escuchaban y relataban los pormenores una y otra vez de los combos que iban y venían y de cómo Gatísimo salió raspado de lomo.

Finalmente, se dispersaron los testigos y apareció la adoptada con escoba y pala a recoger el kilo de roedor que ya empezaba a oler, depositarlo en una caja y despedirlo en su triste/heroica muerte en batalla contra el gato más valiente de esa casa.

Agenda de verano

La vaina porotera.

La vaina porotera.

La última semana de enero estuvo movida. El finde pasado fuimos con Samu a un  bar shuper vintage que cerraba por estos días,  La Jardín, pero había hora y media de espera para una mesa. Terminamos en la terraza interior de Casaluz, comiendo rico, junto a una cerveza para discutir los planes para los próximos años. Resultado, nada claro. Solo mi cara de c-o-l-a-p-s-o ya institucionalizada cada vez que salta a la mesa la idea de dejarlo todo y salir a vagar por el mundo.

Al día siguiente invitamos a los amigos para planear un viaje a Cochamó al que no podré ir (escucho al archienemigo de Bart Simpson decir ja-ja) y el domingo fuimos a parar al Inés de Suárez, mi refugio verde preferido a pasos de la casa, para jugar en el parque. Natalia llevó la tela, Samu se trepó a un árbol grande para atarla y jugamos a subir, dar vueltas e inventar un juego que podría ser muy bien un mueble. La llamamos la vaina porotera (ver foto).

En la semana terminé la migración de escriboweas a chimuchina.com; crackié Office y Photoshop; volví a la piscina después de más de un año. Gracias, yo también me felicito por eso. Y el jueves logré llegar a la más improbable noche de tarot en El Magdalena, donde Connie me acusó no sin cariño de “huir de la pega”,  cuando le comenté que a pesar de todas las medidas desesperadas seguía en el c-o-l-a-p-s-o y además había tenido un pésimo día. Con toda la sensibilidad del peor de los periodos en años, esperé hasta que tuve la oportunidad de hacer una pregunta al oráculo de Jimezu. En tan breves minutos, me sentí profundamente comprendida. “Estás depre. Tienes que cerrar el capítulo anterior para poder sentirte bien en el nuevo lugar. Los pies te duelen porque no te permites parar”.

Y si, al final, cambiarse de pega es una de las cosas más estresantes de la vida (junto con cambiarse de casa, un divorcio, la muerte de alguien cercano, las cucarachas, el apocalipsis infrmático, alien, etc). Por eso no claudicaré hasta encontrar la ocupación sabática (citando a mi amigo Jack Sparrow), que me permita tomar vacaciones cuando y cuanto quiera.

Así las cosas, decidí cambiar la salida a Yerba Loca por un par de días sin planes. Casi. Porque anoche fuimos al lugar más odioso de Santiago, el bar The Clinic, que debería cambiar su slogan de “firme junto al pueblo” por el de “grito y plata”. Caro, ruidoso, absolutamente lleno, nos sentamos con el equipo de Patagon Journal a intentar comunicarnos a gritos para terminar comiendo un sánguche rico pero frío y quedar pasados a pucho. Aunque la atención es más lenta que la abuelita del comercial de gelatinas Caricia, tienen algunas gracias como que si la cita está fome, te puedes entretener leyendo la carta al estilo del diario que si leo todos los días.

Hoy saqué mis piernas a tomar sol y me di cuenta que por fin Santiago despertaba descongestionado. Facebook informa que los capitalinos están todos en el mismo taco, a la salida de Santiago. Amo la ciudad en febrero, cuando la mitad de los santiaguinos no está. A pesar de eso, me sumo al comentario de mi colega Mario Álvarez: “¿Que acaso la gente no sabe salir de vacaciones sin enrostrar su maldito éxito y felicidad? Húndanse en su descanso y recuerden que tiene que volver a trabajar muy pronto”.