Me desperté descansada y sin querer a las 6.30 am. Es como si los duendes de la mañana me hubieran forzado a escribir, pese a mis esfuerzos –no tan fructíferos como quisiera- por mantenerme productiva 14 horas al día. Se nos viene el viaje (ahora sí) y con él la hora de renunciar a los compromisos pendientes, esos autoimpuestos/inventados con las puertas de la casa y otros detalles tantos que quedarán insolutos, imperfectos, aunque resueltos de mil maneras en mi mente, que no logra traducir a habilidad manual su deseo de seguir afinando el look final de este lugar que dejo en 5 días y por los próximos meses.
A Gatísimo le enseñamos cómo llegar por el techo a la nueva parte de la casa donde habitamos y aprendió en seguida, quedándose a dormir con nosotros, hecho bolita, esferificado, esponjoso y con su pelaje radiante. Recién ahí entendió que todavía no nos habíamos ido y que podía llegar a este lugar sin tener que atravesar el territorio habitado por los amigos.
Se cerró la venta de mi colección de CDs (aquí la lista de los que quedan, sólo por pocos días, precios espectaculares, pase a ver etc. etc. Ojo con los reservados que nunca fui a dejar y nadie vino a recoger). Llegó la temporada navideña y por lo tanto todo lo demás quedó a la espera de ser regalado o almacenado hasta nuevo aviso. Porque al final la aventura es como hornear un bizcocho, si lo disfrutamos y todo funciona de acuerdo a nuestras energías se rellena y se arma la torta. Si no, por ahí también se desinfla y hay que adaptarse no más. O como en la Patagonia, donde los planes funcionan siempre y cuando la naturaleza quiera.