Vuelvo a aporrear las letras en mi teclado inmundo, abrazada a Gatísimo, quien es por hoy mi más fiel y querido compañero. Y ¿qué le pasó al otro, al concubino? Pues se fue, me dejó, así como nada. Sin mucho discurso, como si la explicación estuviera de más. Como a casi todo el mundo este año, se me movió el piso.
Los primeros días fue como si hubiera muerto. Lloré más que Maná y escribí un post emo que si no estás pasando por una pena, puedes leer aquí. No quise publicarlo antes para no alarmar a mi querido público, integrado básicamente por los miembros de mi grupo familiar, junto con los amigos y conocidos que me recuerdan con cariño (o con odio, quien sabe, soy un trago amargo).
Ahora estoy en la segunda fase: el fuego, la ira, pero una movilizadora. Estoy trabajando como 10 horas diarias, al estilo de todos los esforzados chilenos; yo que me creía tan especial. Pero qué va, tenía que mantener la mente en otra cosa, generar ingresos para financiar la terapia y despegarme un poco de este hogar construido de a dos que ahora está vacío.
En esta etapa del duelo, saqué mi lado masculino y planifiqué fríamente los pasos necesarios para levantarme de nuevo, extirpando a es que ahora es un otro en mi corazón. Un trabajo nada fácil y muy doloroso, pero que está saliendo de acuerdo a lo planeado: al pasar la tercera luna tengo que haber dado la vuelta a los versos de Neruda y decir que fue tan largo nuestro amor y tan corto el olvido. Así sea.