A las 6 en punto comenzaban a bajar las cortinas metálicas. Los locatarios hacían cuentas dentro de sus cubículos enlatados y el murmullo de los pasos se desvanecía con la luz del sol. Entonces, salían por unas puertas pequeñas, encorvándose para cruzarlas. Las luminarias de las callejuelas encendidas hacían más profundo el contraste con las horas ajetreadas. La noche del solsticio de invierno, que era la más larga del año, a medianoche, entraba al mercado una especie de nube y los seres que encontraba a su paso caían dormidos, presa de algún extraño encantamiento. Por el contrario, los objetos al interior de las tiendas cerradas, cobraban vida y comenzaba una gran fiesta entre los colgadores, los maniquíes, las telas y las cajas que habían quedado apiladas en cada local. Los objetos, que carecían de voz, cuando eran tocados por este extraño embrujo se movían de un lado a otro, como si estuvieran en una fiesta frenética, lo que duraba solo unos minutos. Esta vez, aquella de las piernas blancas y esbeltas quiso ir más allá y, de alguna forma misteriosa, se comunicó con la mini puerta hasta que logró que esta se abriera. Puede que el locatario haya salido apurado esa tarde y olvidó echar llave, o que la puerta tuviera en su corta animación el poder de mover por sí misma el cerrojo, el caso es que la maniquí alcanzó a poner un pie fuera y comenzó su dilema. No sabía como pasar por la mini puerta. No tenía articulación alguna en el tronco que le permitiera encorvar su cuerpo. Tampoco podría ponerse de rodillas, por la misma razón. Giró hasta quedar con el pecho enfrentado al suelo y, con un gran esfuerzo comenzó a asomar su cuerpo en forma horizontal apoyada en los brazos. Logró sacar la cabeza y ver la luna a través del velo de la extraña niebla que más bien parecía una nube de polvo. De a poco logró sacar el torso. Sin embargo, sacar los pies era un esfuerzo aún más extenuante. Por lo que tuvo que comunicarse con la mini puerta, para que esta hiciera esa telepatía con otro objeto en el interior que pudieran expulsarla. De pronto, todo el local se había organizado para ayudar a la maniquí. Parecían contar hasta tres, aunque no se les oía, para empujar juntos la base que le unía los pies a la muñeca. Hasta que al tercer intento, lo lograron. De pronto se hizo un silencio como de celebración, al mismo tiempo que la nube se empezó a diluir y la maniquí con todo el cuerpo fuera, sintió que necesitaba volver. Se ayudó con las manos, pero algo no andaba bien. El último empellón había roto algo en ella. Cuando se arrastró de espaldas vio con horror la mitad de su cuerpo separarse irremediablemente. Volvió por la mitad dentro del local, los compañeros mobiliarios la ayudaron a cruzar y la compuerta se cerró nuevamente. La noche volvió a respirar y los objetos quedaron inanimados en sus respectivos lugares, excepto ella, partida en dos.
Escindida
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