En un bosque de algún lugar en el fin del mundo, el sol está a punto de esconderse. Un fotógrafo camina por un sendero rodeado de árboles muy altos. Esos gigantes intentan impedir la toma limpia del atardecer que su cámara persigue. Camina más rápido para buscar un claro, pero nota que el esfuerzo es inútil. Se rinde ante los gigantes que, a través de sus ramas, filtran los colores más dramáticos del atardecer: un arcoíris naranjo, amarillo, violáceo. La luz se cuela entre las formidables siluetas, imprimiendo su frecuencia sobre la piel del hombre de la cámara, que sigue su instinto. Con los ojos cerrados, sin necesidad de buscar el encuadre, presiona el obturador y congela el tiempo. El ocaso enmudece. Abre los ojos y la oscuridad ha sometido a los colosos, arrodillados ante la llegada de la noche.