Han pasado más de 4 años. Estoy por Sanhattan, muy cerca de las oficinas que dejé hace poco menos de un año y parece que hace siglos no trabajo ahí. Voy nuevamente montada en mi bici, que ha sufrido un upgrade. Ahora es un modelo vintage y me luce lo hipster. Voy saliendo del hotel W, donde estuve apoyando a los encargados de prensa del Ñam, mis amigos de Plan M. Pida el dato por interno.
Terminó el evento gastronómico del año, unos días de exposición mediática, y nuevamente me encuentro en la felicidad dulce y angustiosa de la cesantía. Dinero no me falta, amor tampoco, entonces la preocupación ahora es el desarrollo profesional o cómo llegar a hacer lo que te gusta más en la vida (como decía una antigua telcom para la que laboré) = cumplir mi sueño de vivir de vacaciones. Después de todo, por eso había agarrado maletas y había partido a la Patagonia.
Al final, como buena mujer siempre me busco otras preocupaciones. Y es que las chicas tenemos facilidad para darle vuelta a las cosas, indecisión nativa. Así que por ahí me llamaron para una pega, había asistido por primera vez a una entrevista sicológica y decidieron que no estaba tan loca (esas cosas siempre se equivocan).
Había que armar y enviar un newsletter, hacer una entrevista de vez en cuando, organizar eventos para los egresados. Ok, me interesa. Pero antes de ir a la reunión final, me desvelo y dejo a Samu en vela porque me duele la guata y le traspaso mi insomnio.
Y al final decido que no quiero la pega, no quiero los horarios de oficina aunque sean cómodos (cuek igual los tomé más tarde en otro lugar), quiero mi libertad. Llego 15 minutos antes de la reunión, casi completamente segura de mi decisión. Me doy una vuelta. Veo a un hombre y una mujer sentados en sus escritorios con cara de aburridos, mano al mentón, antes de mirar nuevamente la hora y enterarse que le faltan 4 horas antes de la salida.
¡No! No es para mí. Sé que el mercado está malo, la paga es poca, “hay que cuidar la pega” (odio esa frase apatronada más que otras) y una persona que pensé mi amiga me dijo que estaba viviendo en el error, que los periodistas ganaban la mitad de lo que me ofrecían (que tampoco era mucho) y que ¡¿qué vas a hacer ahora?! ¿Y si se te acaban las lucas? Pero qué va… Estoy muy lejos de la quiebra y mi trabajo vale mucho más que un cheque seguro a fin de mes.
Al final, no vendí ni media mermelada de arándanos, no volví al Paine. Estoy de vuelta en los horarios (algunos días no muy cómodos) y en otra oficina, una donde ningún espacio es privado y pasan cosas todos los días. Por lo menos, no da tiempo para aburrirse. Y mi sueño no lo abandono, algún día podré vivir de vacaciones. Por mientras una voz me grita: siga escribiendo weas no más mija.