La última semana de enero estuvo movida. El finde pasado fuimos con Samu a un bar shuper vintage que cerraba por estos días, La Jardín, pero había hora y media de espera para una mesa. Terminamos en la terraza interior de Casaluz, comiendo rico, junto a una cerveza para discutir los planes para los próximos años. Resultado, nada claro. Solo mi cara de c-o-l-a-p-s-o ya institucionalizada cada vez que salta a la mesa la idea de dejarlo todo y salir a vagar por el mundo.
Al día siguiente invitamos a los amigos para planear un viaje a Cochamó al que no podré ir (escucho al archienemigo de Bart Simpson decir ja-ja) y el domingo fuimos a parar al Inés de Suárez, mi refugio verde preferido a pasos de la casa, para jugar en el parque. Natalia llevó la tela, Samu se trepó a un árbol grande para atarla y jugamos a subir, dar vueltas e inventar un juego que podría ser muy bien un mueble. La llamamos la vaina porotera (ver foto).
En la semana terminé la migración de escriboweas a chimuchina.com; crackié Office y Photoshop; volví a la piscina después de más de un año. Gracias, yo también me felicito por eso. Y el jueves logré llegar a la más improbable noche de tarot en El Magdalena, donde Connie me acusó no sin cariño de “huir de la pega”, cuando le comenté que a pesar de todas las medidas desesperadas seguía en el c-o-l-a-p-s-o y además había tenido un pésimo día. Con toda la sensibilidad del peor de los periodos en años, esperé hasta que tuve la oportunidad de hacer una pregunta al oráculo de Jimezu. En tan breves minutos, me sentí profundamente comprendida. “Estás depre. Tienes que cerrar el capítulo anterior para poder sentirte bien en el nuevo lugar. Los pies te duelen porque no te permites parar”.
Y si, al final, cambiarse de pega es una de las cosas más estresantes de la vida (junto con cambiarse de casa, un divorcio, la muerte de alguien cercano, las cucarachas, el apocalipsis infrmático, alien, etc). Por eso no claudicaré hasta encontrar la ocupación sabática (citando a mi amigo Jack Sparrow), que me permita tomar vacaciones cuando y cuanto quiera.
Así las cosas, decidí cambiar la salida a Yerba Loca por un par de días sin planes. Casi. Porque anoche fuimos al lugar más odioso de Santiago, el bar The Clinic, que debería cambiar su slogan de “firme junto al pueblo” por el de “grito y plata”. Caro, ruidoso, absolutamente lleno, nos sentamos con el equipo de Patagon Journal a intentar comunicarnos a gritos para terminar comiendo un sánguche rico pero frío y quedar pasados a pucho. Aunque la atención es más lenta que la abuelita del comercial de gelatinas Caricia, tienen algunas gracias como que si la cita está fome, te puedes entretener leyendo la carta al estilo del diario que si leo todos los días.
Hoy saqué mis piernas a tomar sol y me di cuenta que por fin Santiago despertaba descongestionado. Facebook informa que los capitalinos están todos en el mismo taco, a la salida de Santiago. Amo la ciudad en febrero, cuando la mitad de los santiaguinos no está. A pesar de eso, me sumo al comentario de mi colega Mario Álvarez: “¿Que acaso la gente no sabe salir de vacaciones sin enrostrar su maldito éxito y felicidad? Húndanse en su descanso y recuerden que tiene que volver a trabajar muy pronto”.