Agosto, 2021. Tomar la decisión de irme de viaje fue difícil. Bueno, mucho más difícil que decidir que película ver en Netflix. Las fronteras se abrían el 26 de julio y yo recién estaba instalada después de cuatro meses viviendo en la turística Pucón. Si caminaba un par de pasos desde mi casa, podía ver el lago y el volcán. La vida era buena, aunque todavía debíamos andar con mascarillas, pero tenía esos pasajes que me había comprado antes de pandemia y habría que usarlos tarde o temprano. Preferí lo último.
Embalé todo, lo dispuse como un tetris dentro de mi pequeño auto y manejé durante 12 horas a Santiago. Sí, debieron ser 9 o 10 a lo más, pero me topé con unos trabajos en la vía y entré a un Santiago en toque de queda. ¡Pensar que nos prohibían salir!
Volé a Madrid y la recepción no fue la que esperaba. Rechazada. Pasaporte retenido. Todas mis pesadillas de las noches anteriores se hacían realidad. Morena, sudaca, viajera solitaria todos los signos de sospecha que buscan los policías de fronteras. Dos horas después, con la claridad del espanto y luego de haber despertado a las 6 de la mañana al amigo que visitaría en Ourense, tuve una segunda entrevista y me dejaron entrar en España con una carta firmada que probaba mi calidad de sospechosa.
Me quedé una noche en la capital. Comí, comí y comí muy bien, unas alcachofas a la parrilla que quisiera haberme tatuado. Caminé por los alrededores de Malasaña sin saber dónde estaba. Me tomé un cóctel sola en Macera, acompañada de una lista de música que podría haber hecho yo misma. Disfruté mucho esas horas y a la mañana siguiente tomé un tren rumbo Ourense, donde me esperaba el primero de los notables que me recibiría en este viaje.
PD: Las fotos están fatales. Sí, soy cuentera no fotógrafa 😉